lunes, 6 de julio de 2009

He cercenado impasiblemente una serie de inservibles textos de este espacio; no, no se alarme: tan sólo el certificado de defunción de una parte triste y vergonzosa del pensamiento, y el presagio de muerte de estas mismas letras que ahora ruegan por misericordia en un patético movimiento de autocompasión. Esto es, en el fondo, una buena noticia; o, al menos, necesaria, pues si en algo me he empeñado y ensañado en este tiempo es enseñarle que todo, en este bello mundo, está expuesto al deterioro.


El autor.

jueves, 26 de marzo de 2009

El Bisabuelo.




El Bisabuelo era un hombre espantoso, realmente espantoso; entiendo y tomo en cuenta el hecho de que la gente de antaño era sin duda mucho más horrible de lo que hoy día somos nosotros, en este mundo gobernado por la estética. Pero aún tomando en cuenta esto no puedo dejar de afirmarlo -o tal vez incluso debo afirmarlo con más énfasis-: el Bisabuelo era un hombre realmente espantoso; tanto que yo nunca pude explicarme y probablemente no pueda explicarme jamás bajo qué circunstancias la Bisabuela consintió unirse a él en el privado ritual del coito (previo matrimonio). El Abuelo, en cambio, nació siendo ya bastante más agraciado -o bastante menos desgraciado-, cosa que el Bisabuelo no le perdonó nunca, y probablemente fue ésa la razón principal por la cual lo envió solo y con los dieciséis recién cumplidos a este puertucho alejado de la Europa, en el tiempo en que los gauchos y los indios todavía gozaban de una existencia que trascendía los manuales escolares.

Innumerables aventuras; innumerables peligros acecharon el escroto del Abuelo en sus cansadores viajes y sacrificados empleos a lo largo y a lo ancho de los crueles Buenosayres. El caso de mi Padre no pienso mencionarlo...












Lo que sí pienso referir con todo esto es una cuestión más metafísica, mas lo haré asumiendo mi inconsistencia y mi vergüenza; pero a pesar de contradecir mi más profundas intuiciones estoy obligado a expresarla: y es que por más negador de un Principio (o un Fin) Divino, o por más defensor del devenir más caótico e irrefrenable que pueda ser uno, no debería de escaparse el hecho de que Todo lo que ha pasado en el Universo, la infinita e inabarcable sucesión de eventos que se desprendieron y desprenden desde que el Universo es Universo, ha obedecido tales circunstancias y se ha dado de modo tal que Yo he llegado a participar de la existencia.

Y ese no es un hecho despreciable.

lunes, 23 de febrero de 2009

Cuento de cierto autor hostil y posiblemente desequilibrado.



Nuestro personaje podría tener entre treinta y cinco y cincuenta años… mejor más cerca de estos últimos que de los primeros, que mayor es la resignación cuanto mayor la cifra etaria; no crea que esto es parloteo o sinsentido: se llama inercia, es una ley de la física que da cuenta precisamente de ello. Podría tenerlos o no, ¿qué más da?, si total usted ha de figurárselo como le entre en capricho, por más que yo le dé la descripción más minuciosa de su edad o de sus rasgos. Algún día, tal vez (ojalá), podré aspirar a aprender a esbozar uno de esos textos que fabrican pensamiento como un proyector fabrica una película en una pantalla blanca inmaculada; o que penetran en la mente del lector desprevenido y ya no en forma de letras, sino de una sustancia más compleja, se dedican a moldear el pensamiento cual si fuera masa tibia y bien maleable entre los dedos. Insisto: yo no soy un escritor de tal calaña, y tal vez nunca lo sea, por más que lo desee mi egoísmo; y no cuento, por tanto, con el poder de controlar la mente ajena. Justamente por eso no me voy a andar tomando las molestias de darle cada ínfimo detalle, pues sé bien yo que usted –como también todos los demás- se da el peligroso gusto de pensar que ya lo tiene todo requetesabido al momento de abordar algún otro humano intrascendente como puedo resultarle yo en este momento. No se lo reprocho, no se preocupe: es lo mismo que yo hago todo el tiempo, no se olvide que detrás de estas palabras hay o hubo una entidad que pertenece también a la especie humana (porque es usted humano, ¿verdad?; si no lo es, sepa disculparme).

Nuestro personaje podría tener, entonces, según dijimos, entre los treinta y cinco y los cincuenta, pero me gustaría acotar esta franja a la de cuarenta y cinco-cincuenta, pues me he quedado razonando en ese tema de la inercia y la resignación, y de cómo la segunda crece exponencialmente según crece la primera, y de cómo ésta se incrementa inevitablemente según va devorando el tiempo las entrañas de la vida. Verá, creo que esto es algo que puede resultar pertinente a los fines de nuestra historia, y no quiero faltarle yo el respeto ni a la física ni a la psicología, pues busco aquí bosquejar una escena de lo más realista. Y es que nuestro personaje debe ser un hombre inteligente; no digo un Einstein (faltaba más), quiero decir un cincuentón lo suficientemente despierto como para haber podido establecer ciertas verdades por sí mismo. Sé que se me entiende; verá usted: por absurdo y risible que le parezca, aún hoy en día hay quienes creen que pensando bien a quién votar se pueden cambiar las cosas, o que tirando la basura en un cesto se puede ayudar a evitar el desastre ecológico. No desconfíe, esta gente existe: se llaman optimistas; se lo juro por mi carne, que es lo único que tengo. Estoy seguro, sin embargo, de que usted ya se ha desengañado hace rato de estas barbaridades, pues bien, se lo he aclarado simplemente para explicitarle que, de igual modo, vivía desengañado nuestro querido personaje con sus sesenta y largos años; considero esto entendido y no escribiré una palabra más al respecto.

Escribiré, sí, para contarle que era algo panzón y no muy alto (no le diré sus dimensiones exactas por los motivos aclarados más arriba), que se dejaba el bigote –un bigote finito y recto, como una rayita de marcador negro que le subrayaba la nariz- pero no la barba, nada de barba, no empiece a imaginarse las cosas que yo no le cuento, que me enervo de nervioso y empiezo a perder el hilo… vivía solo en un barrio porteño, en un departamento de pocos ambientes (dos, digamos), compartido hacía algunos años con su ex esposa y sus dos hijos, ya mayores. (Solo en el departamento vivía, no en el barrio, ¿se entiende? disculpe si no me di a entender.) Desde su divorcio, su señora y sus hijos se habían mudado a la casa de los vejestorios que algún tiempo le habían servido a él de suegros. Ahora vivía más tranquilo, trabajaba algunas horas al día en la administración del club de su barrio, comía comida -cocida, a veces cruda-, dormía y se levantaba a la hora que quería, y nunca tenía que esperar para poder usar el baño. De hecho estaba bastante más conforme que en sus años de casado, como él sin duda hubiera reconocido, si no fuera un personaje ficticio –siempre tenga en cuenta esto-; yo puedo afirmarlo con seguridad pues yo mismo lo he creado, y conozco a fondo su psicologismo. No tenía automóvil… o si, mejor si, ¿por qué no?, a él no le cuesta nada y a nosotros sólo nos cuesta letras; seguro le sería de gran utilidad: tenía un automóvil envidiable.

Todo esto último sólo para que se vaya construyendo un contexto más o menos cotidiano de la vida de nuestro amigo (a estas alturas ya podemos llamarle así, no se preocupe; el exceso de confianza es un valor que debería ser reivindicado en estos días), pues es importante contextualizar apropiadamente las grandes historias como ésta, no se debe escatimar ni una sílaba, no preste atención a esos que sólo quieren lo que sea con tal que sea rápido; la paciencia es la mayor de las virtudes, pero (¡cuidado!) nunca olvide que lo bueno dura poco. Estoy convencido –aclaro- de que puede aún haber cosas buenas y Grandes Historias en esta vida que compartimos; y se lo aclaro porque me he quedado algo preocupado, pues creo que se va a llevar una imagen errada de mi persona: no vaya a creer que soy uno de esos extremistas que piensan que sólo somos sangre y contingencia (como pudo haber llegado a inferir de alguna de mis reflexiones). El escepticismo es un lujo que se pueden dar muy pocos, decía Arlt, y yo nunca fui de darme muchos lujos. El pesimismo, por su parte, es mucho más accesible y (sin lugar a dudas) más sensato en tiempos como estos en que todas las cosas tienden a la Nada. Es por eso que hace un rato he despotricado sutilmente contra estos optimistas que aún hoy andan dando vueltas por la vida (esta misma que usted y yo compartimos). ¡Pobres ingenuos! si les viera usted, me daría la razón… cada vez se quedan con menos argumentos y cada vez se aferran más a los más débiles o disparatados de ellos para defender sus posiciones… pero discúlpeme, que ese no es nuestro asunto, y me estoy desviando terriblemente de lo que quería comentarle en este párrafo. Imagino que se andará preguntando en qué queda nuestro personaje y nuestra historia, pues bien, justamente a lo que quería llegar es que no hay historia; ¿no hay historia?, se está preguntando usted ahora algo aturdido; ¡no hay historia…!, le respondo yo, frenético ¿Se da cuenta?, no hay acontecimiento ni evento alguno que narrar en este espacio, sólo un par de párrafos inútiles y absurdos por los que le he conducido como a un ciego bajo la falsa promesa de un cuento, ¡y ese cuento no ha llegado! He aquí que tal vez usted ya se había armado todas las insostenibles esperanzas de uno de aquellos ilusos optimistas de los que hablábamos hace un instante: si es ese el caso, pues me alegro mucho de haberle defraudado.



Buenas tardes.

miércoles, 11 de febrero de 2009

Sobre la impertinencia del devenir histórico (una brevísima introducción al pensamiento de retaguardia).

Sucede que casi todo hombre que piensa -según le han enseñado otros hombres- se sitúa mentalmente a sí mismo y a su entorno inmediato en oposición al tiempo y al espacio (en una operación que, él considera, se llama abstracción) con el objetivo de visualizar así la vida y obra presentes en contraposición a las acciones humanas a lo largo de la historia. Sucede también que a partir de la abstracción de diversos hombres en diversos períodos de la humanidad, se ha dado en concluir que ésta se mueve siguiendo una cierta dirección muy vagamente definida, si bien nombrada: el “progreso”. Este progreso subsume así ciertos tipos de acciones humanas (aquellas que se considera que pueden tener algún grado de relevancia en cuanto al movimiento histórico), por lo general encabezadas por personajes eternamente célebres que se desenvuelven a lo largo de su vida influyendo de diversos modos en las vidas de muchos otros de sus contemporáneos (básicamente: a mayor número contemporáneos influidos, mayor prestigio o censura posterior). A muy grandes rasgos, de este modo se intenta dar cuenta a posteriori de la fenomenología de la historia.
En los últimos tiempos se ha comenzado a utilizar el término “vanguardia” y “vanguardista” para describir a dichos hombres; ya que, así como la vanguardia –siendo ésta literalmente la primera línea de una formación militar- guía a todo un multitudinario ejército, estos personajes avanzan con todo un obediente rebaño interminable de sujetos prescindibles a sus espaldas, marcando así para siempre las huellas del progreso humano. (No profundizaré en el problema de que, en caso de guerra, la vanguardia –y ésta vez librada de toda contaminación metafórica- es lo primero en ser arrasado; esto simplemente quedará planteado para el próximo disparate.)
Sin embargo, aplicando una vez más este mismo proceso de abstracción ya explicitado, y en lugar de intentar ver un movimiento definido, nos es lícito hacernos la pregunta: ¿acaso el devenir histórico apunta a una finalidad determinada?, porque no hay duda de que el concepto de progreso supone una cierta teleología; y si hemos de basarnos en datos empíricos, la humanidad está marchando más cerca de un suicidio masivo que de un estado de armonía en el que se hayan finalmente aplacado las tensiones dialécticas que la motorizan. De todos modos, si bien la cuestión de la teleología histórica es cada vez más cuestionable, la idea del movimiento o devenir continuo es indiscutible.


Ahora bien, figurémonos el devenir histórico como un vector que se mueve en el espacio (digamos, un espacio bidimensional, para no confundirle aún más de lo que espero que ya esté); diremos que la vanguardia representa el sentido (la flechita), el rebaño la magnitud (o rayita), y la retaguardia la dirección (el angulito sobre el plano). Si la historia humana no posee finalidad alguna, como hemos intentado establecer, este vector se estará moviendo loco y sin rumbo a lo largo y a lo ancho del espacio durante tanto tiempo como tiempo duren las vidas de todos los hombres, sin llegar nunca a destino alguno. Siendo la vanguardia la que encabeza este devenir sin sentido, lo que proponemos es lograr apoderarnos de la retaguardia, e ir modificando así el ángulo del vector constantemente, a fin de que la vanguardia siga manteniendo su movimiento insignificante, pero con un ir y venir que se torne agobiante. De aquí pueden derivarse dos resultados: que la vanguardia reconozca lo absurdo de su propósito y se una al rebaño (lo cual dejaría a la humanidad finalmente estática y en un lugar fijo- lo más cercano a la “paz” que puede aspirar), o que continúe obstinadamente con su ridículo avanzar por tiempo indefinido (con lo cual aquellos que habitemos la retaguardia habremos de divertirnos sobremanera ridiculizando continuamente a quienes se toman dichas cosas en serio, pues no existe actividad más deliciosa y placentera que esta para aquellos que hemos descubierto que en la vida no hay ninguna esperanza de nada).

miércoles, 17 de diciembre de 2008

Notas sobre la vida de Pirrón de Elis.

 


La pregunta acerca de si Pirrón de Elis, hijo de Plistarco, poseía extraordinarios dotes filosóficos o si, más bien, padecía de un severo cuadro de esquizofrenia (o algún otro tipo de delirio alucinatorio similar) continúa siendo una cuestión que ha quedado sin zanjar en las investigaciones de la historia del Mundo Antiguo. Su vida se halla envuelta en misterios insondables; su figura es tan desconocida e influyente a la vez, que sólo puede compararse con la de pocos -poquísimos- hombres excepcionales en la historia (hombres sobre los cuales la duda entre su genialidad o su inigualable locura es igualmente válida), como Sócrates o Jesús, el Cristo. En efecto, Pirrón no dejó palabra escrita alguna, siendo todo lo que sabemos de él referencias aisladas de sus seguidores. Sí sabemos que jamás se propuso fundar una doctrina en sentido estricto, haciéndolo más bien por accidente; y, sin embargo, su doctrina es la no-doctrina por excelencia, pues Pirrón de Elis fue el primer filósofo en practicar una absoluta suspensión del juicio, lo que lo convirtió en el fundador del escepticismo. Coronó esta audacia con una estrechísima consistencia entre pensamiento y acción, al punto que la fidelidad de su conducta a su postura teórica fue de una subordinación casi absoluta.
Cuenta Diógenes Laercio que Pirrón fue durante su juventud pintor (oficio en el que no se destacó particularmente) y se inclinó más tarde hacia la filosofía bajo las enseñanzas de Brisón, nutriéndose más tarde de influencias de las filosofías orientales, de los gimnosofistas hindúes y de los magos. Sus estudios le llevaron a concluir que ante aparentemente todas las cuestiones existen diversos discursos contrarios igualmente válidos. A partir de estas circunstancias Pirrón decidió comenzar la práctica de la epoché, es decir, la completa suspensión del juicio, siendo que a partir de ese momento filosofó siempre nobilísimamente, sin aferrarse a nada y sin rehusar de nada, admitiendo que todas las cosas son igualmente indiferentes, inestables e indeterminadas, y que todo surge por convención de los hombres. A partir de ello, este singular personaje se mantuvo siempre en el máximo nivel de imperturbabilidad e indiferencia ante las cosas del mundo, llegando así a la atharaxia: estado de ánimo culmine, principio de la felicidad, objetivo final de todo hombre helénico.


Ahora bien, esto de la imperturbabilidad no es concepto abstracto ni metáfora alguna, sino que debe entenderse en sentido absolutamente literal, pues Pirrón se desligó de tal modo de la razón y los sentidos, que nada llegaba a inmutarlo y a todos los peligros se enfrentaba; suspendía la razón y permanecía en un estado de absoluta indiferencia, tranquilidad y desinterés. Dicen que a veces se iba, divagando por cualquier parte, de manera que ni su hermana Filista (con quien él vivía) sabía dónde se hallaba; a tal punto que a menudo emprendía largos viajes sin avisar a nadie, solo o con algún compañero ocasional, ausentándose así durante semanas, o incluso meses. Cuentan también que solía dar largos paseos sin cuidado, y varias veces se vio frente a precipicios, al punto de caer si no fuera por el socorro de sus discípulos, que a menudo arriesgaban su propia vida empujando al maestro fuera de peligro en el instante justo; pero éste no mostraría reacción alguna ni agradecimiento y, como quién no sabe dónde se halla parado, proseguía con sus paseos perdido en cavilaciones. Claro que no sólo no se inmutaba cuando su vida corría peligro, sino que tampoco prestaba atención alguna a los padecimientos de los demás: se dice que en cierta ocasión su discípulo Anaxarco había caído en un cenagal y hallábase atrapado, y Pirrón pasó a su lado sin socorrerlo y sin pedir auxilio. Esto le costó importantes críticas de sus conciudadanos, sobre todo de aquéllos que hallaron al joven (ya casi moribundo), pero este último elogiólo y alabólo desde entonces por semejante indiferencia y falta de afección, reivindicando los atributos que todos sus discípulos deseaban poseer.
Pero más allá de ciertos incidentes aislados, la relación de Pirrón de Elis con sus seguidores era, según refieren, amena y genuina. Su principal discípulo fue Timón de Filunte, pero también fue maestro de Hecateo de Abdera, Filón de Atenas y Nausífanes de Teo, entre otros. Dicen que solía hablar largo y tendido acerca de sus razones metafísicas, enseñando que las cosas eran igualmente indiscernibles, inconmensurables e indeterminables para el hombre; y respondía con extensos discursos cualquier pregunta, al punto que todos sus oyentes con frecuencia lo abandonaban, aburridos y abrumados, pero él continuaba con sus enseñanzas sin inmutarse hasta concretar la exposición de sus ideas, de modo que a menudo se pasaba horas hablando sin interlocutor alguno. Y del mismo modo en que continuaba ciertas conversaciones sólo consigo mismo, también podía abandonar a otro en el medio de un intercambio lingüístico, pues dicen también de él que cierta vez, harto y fatigado de las muchas preguntas que se le hacían, para escapar de ellas se dio media vuelta, se echó al río Alfeo y lo cruzó a nado.
Aparentemente sólo una vez fue inconsecuente con sus ideas, cuando intentó morderle un perro rabioso, y él sobresaltóse y auyentólo; pero más tarde justificó su conducta diciendo que “es cosa difícil desligarse completamente del traje de hombre”. Dejando esta anécdota particular a un lado, parecía no tenerle miedo a nada, ni siquiera en las situaciones más adversas. Cuenta Posidonio que estando Pirrón embarcado, avecinóse una fuertísima tormenta, y toda la tripulación amedrentóse sobremanera; pero él, señalando un lechoncito que se hallaba allí comiendo tranquilamente, les dijo a todos: “conviene que el sabio permanezca siempre en tal sosiego”. Dicen que una vez sufrió una grave herida, producto de haberse dejado atropellar por un carro (durante uno de sus paseos, sin el más mínimo reparo), y recibió los medicamentos supurantes, las agujas y la cirugía sin siquiera parpadear.




Según Diógenes, este ilustre personaje murió de un catarro, a la edad de noventa y un años.

lunes, 24 de noviembre de 2008

El espantoso forúnculo del señor Tordetti.





Aquella mañana, como todas las mañanas, el señor T. se levantó de la cama en un salto nervioso, a las 5, y corrió a silenciar los chirridos insoportables del despertador; pero a diferencia de todas las mañanas, aquella mañana no se oían a sus espaldas los gruñidos ininteligibles de la señora T. diciendo que le iba a tirar ese aparatito infernal por la cabeza. Ese fue el primer indicio de que algo extraño parecía estar ocurriendo, y que terminó de ser confirmado instantáneamente, cuando el señor T. giró la cabeza y descubrió que, por primera vez en treinta y ocho años, su esposa no sólo no estaba ocupando las tres cuartas partes de su cama matrimonial entre ronquidos y ruleros como siempre, sino que no se encontraba en el cuarto en absoluto. Recién ahí el señor T. se percató de que había dormido excepcionalmente cómodo esa noche, como no recordaba haber dormido en mucho tiempo, y se preguntó extrañado dónde estaría su señora.

Fue primero al baño, se dio una fugaz ducha de agua fría y se cepilló los dientes, se afeitó con una lentitud insoportable y descubrió con cierto desagrado que en el transcurso de la noche le había crecido un forúnculo terrible en el medio de la cabeza pelada, coronando burlonamente las arrugas de la frente. Se vistió despacio, meticulosamente como todas las mañanas. Se puso el traje gris, dejó el saco colgado al lado de su Corbata de los Lunes, y se dirigió a la cocina para desayunar. Su mujer tampoco estaba allí. El señor T. preparó su café con la misma delicadeza de todas las mañanas, le puso cinco precisos centímetros cúbicos de leche y una cucharada y media (exactamente media) de azúcar. Desayunó tranquilamente su café mientras intentaba colocar la radio en la frecuencia del noticiero matutino de las seis, pero no pudo lograr que el aparato emitiera otra cosa que una interferencia descomunal que se alternaba secuencialmente con un silencio de cripta. El señor T. detestaba no salir informado al trabajo, y más aún detestaba la idea de que su radio, compañera de desayuno por décadas, estuviera averiada. Pero terminó de desayunar impasible, se levantó del asiento, lavó la taza de café y se dirigió al living a buscar su portafolios. De paso dedicó una corta mirada de rastrillaje a su alrededor para descubrir que su señora tampoco se hallaba allí, quedando así descartados todos los ambientes de la casa. Guardó todos sus papeles en el portafolios, se cepilló los dientes cuidadosamente por segunda vez en el día, se puso la corbata tres veces hasta lograr el nudo perfecto, se echó el saco a los hombros, tomó su portafolios y salió del departamento. Bajó los doce pisos por el ascensor sin cruzarse con nadie, y salió a la calle.

Se dirigió primero al quiosco de diarios de R. para comprar la prensa del día, y se llevó la desagradable sorpresa de encontrarlo cerrado, cosa que nunca -creía recordar- había visto desde que el quiosco existía. Más extraño le resultó el escaso tránsito de la avenida Corrientes (de hecho, más que escaso, completamente nulo). Y más aún que la ausencia total de vehículos, le resultó extraño el hecho de que no hubiera nadie (y por nadie, entiéndase Absolutamente Nadie) en la calle, ni gente ni niños ni ruido ni vagos ni nada. Esperó sin embargo ante el semáforo, imperturbable, para cruzar cuando éste se lo permitiera. (Por un instante le pasó por la cabeza la osadía de cruzar por el medio de la calle y sin mirar, pero la sola idea le causó un vértigo tal que casi deja caer su portafolios).

Ya del otro lado, caminó las cinco cuadras solitarias que lo separaban de las oficinas de la compañía de teléfonos, donde había trabajado los últimos cuarenta años de su vida. La mañana se avecinaba un poco nublada, y el señor T. maldijo su radio averiada y su negligencia de salir de casa sin un paraguas. Su olvido le ofuscó durante un rato y le impidió reflexionar sobre la poca vida presente en las cuadras caminadas. Vida que, en el sentido técnico de la palabra, se reducía simplemente a los árboles que adornaban la avenida, y al señor T. mismo, como una sombra insignificante, un puntito negro perdido en el vasto y gris desierto de concreto y vidrio. Ni palomas había sobrevolando el nublado cielo porteño, ni personas hormigueando insoportables en torno al Obelisco. Ni siquiera una, con excepción, claro está, de nuestro distraído señor T., que en ese momento dejaba de reprocharse a sí mismo por el descuido imperdonable de haber salido de su casa sin paraguas un día nublado, y entraba en el quiosco de al lado de la oficina para comprar los acostumbrados caramelos de miel y menta. Cosa llamativa: el quiosco estaba abierto, las luces encendidas y el mostrador en perfecto orden, pero faltaba el quiosquero que completaba el paisaje habitual. Tampoco había clientes. El señor T. esperó aproximadamente dos minutos antes de llamar por primera vez; -¿Hola? ¿Hay alguien?- Silencio. Miró de reojo su reloj y descubrió que estaba a cinco minutos de llegar tarde a su puesto. Los nervios comenzaron a asediarlo y llamó con más fuerza, casi violento esta vez, al quiosquero; dos veces, tres; se retorcía por dentro de la furia, observó el paquete exacto de pastillas que quería, y el abismo institucional que lo separaba de poder saborearlos. Despacio, muy despacio, comenzó a alzar la mano y a acercarla hacia la sección de los caramelos, y con un cuidado y una lentitud exasperantes fue apuntando hacia el preciosísimo paquete, que relucía entre las demás pastillas como un diamante rodeado de barro. La mano comenzó a temblarle cuando se hallaba a escasos centímetros –vergonzosos por lo escasos- del tesoro. El pulso le subió súbitamente, dificultándole la respiración, y la cara le pasó de rosa a roja en cuestión de segundos. Alejó la mano rápidamente y la metió en su bolsillo. Volvió a llamar, esta vez tímidamente, mientras miraba el reloj y descubría con espanto que faltaba un minuto para que comenzara su turno. Salió corriendo del quiosco y entró en el edificio de teléfonos, y por primera vez en cuarenta años de servicio, el señor T. no llegó a trabajar cinco o diez minutos antes, como era habitual, sino que arribó a su escritorio quince segundos después de lo debido.

A usted quizá ya no le llame poderosamente la atención a esta altura, pero es mi deber hacerle saber que tampoco en el edificio de teléfonos el señor T. se cruzó con persona alguna. Claro que no reparó en ello al entrar, desesperado como estaba ante la sola idea de esa tardanza imperdonable. Llegó a su escritorio, sacó velozmente todos los expedientes con los que trabajaría ese día y los ordenó sobre su escritorio con una euforia neurótica; los clasificó por orden alfabético, en forma de “L” alrededor del ángulo del escritorio opuesto a la ventana, dejó libre el espacio exacto en el centro para ir pasándolos uno a uno, y el cuadradito libre justo al costado para ir apilando los terminados. Recién cuando finalizó esa tarea el señor T. observó alrededor para descubrir que nadie había concurrido a trabajar ese día; no se oía el infernal sonido de los teléfonos sonando y las computadoras zumbando, ni el de las decenas de personas corriendo y chocándose apuradas por entre los cubículos para llegar a llevar vayasaberqué a vayasaberdónde. Pero no se perdió largo rato en la contemplación de la insólita tranquilidad de su oficina, y comenzó a hurgar entre los papeles que habrían de entretenerlo ese día, ya más aliviado.


Como habrá usted inferido si ha prestado alguna atención a este relato (cosa que yo le agradezco efusivamente), el señor T. era extremadamente severo consigo mismo, no tanto por deseos bien definidos de autosuperación, sino más bien por una necesidad imperante e inexplicable de cumplir a los pies de las letras con los rituales cotidianos de su inalterable rutina. No había sido partidario de los grandes cambios en su vida: había vivido evitando lo más posible su gigantesca y rotunda esposa (cómo y cuándo se casó con ella, aún a mí me resulta un misterio), nunca fue de hacer muchos amigos (ni siquiera en sus días de estudiante), y hasta le había agradecido al Dios (si bien no era lo que se dice estrictamente un “creyente”) cuando se descubrió que su esperma era genéticamente inadecuado para engendrar niños. En resumidas cuentas, era miedoso; y por miedoso, meticuloso hasta la médula. Más allá de eso, soportaba su pequeña vida con un pesimismo y un estoicismo dignos de ser elogiados y aprehendidos por cualquier persona que habitase en este mundo en esta época.


Y para hacer honor a ese estoicismo y a esa meticulosidad –y tal vez para excusarse (consigo mismo, puesto que ni su jefe parecía haber ido a trabajar ese día) por el horrendo desliz que cometió al llegar tarde a su oficina- el señor T. terminó su trabajo con una rapidez y una precisión notables, una hora antes de que terminara su turno. Pasó esa hora sentado inmóvil y en silencio en medio de una oficina desierta, en un edificio evidentemente desierto, en una ciudad aparentemente desierta. A las cuatro de la tarde concluían las nueve horas de trabajo diarias del señor T., y cuando se hizo la hora exacta, aguardó quince segundos antes de levantarse efectivamente de su asiento y retirarse de las oficinas, mucho más tranquilo que al llegar, tanto por la eficacia de su trabajo como por el hecho de que el clima no requeriría necesidad de paraguas alguno: la tarde estaba soleada y agradable.

Decidió ir a tomar un café al bar que estaba frente a las oficinas para despejar un poco su cabeza y ver la repetición del partido del domingo en el televisor. Entró y se sentó en la mesa de siempre, la más cercana al baño (teniendo, por supuesto, todas las mesas vacías y a su disposición), y esperó largo rato a que algún mozo reparara en él. Tardó un tiempo en comprobar que el bar no sólo carecía absolutamente de clientes, sino que tampoco parecía tener ningún tipo de personal. Se acercó al mostrador y llamó a viva voz, y volvió a sentarse en la mesa escogida. Cuando ya había pasado casi una hora, se levantó y salió del lugar indignado (dejando antes cincuenta centavos de propina en la mesa; ¿cómo iba a dejar los dos pesos habituales frente a esa falta de servicio y de respeto?).

El camino de vuelta a casa se le hizo muy corto. Comenzaba a extrañarle de a poco el no haberse cruzado con ninguna persona en todo el día (se le hizo patente cuando pasó frente al quiosco de R. y comprobó que seguía cerrado) y se preguntaba qué podría haber ocurrido, si es que de hecho había ocurrido algo. Corría un viento leve entre las calles, que agitaba la melodía de las copas de los árboles como cascabeles inmensos (melodía que suplantaba el habitual ajetreo de bocinas, de motores y de gritos de peatones que le acompañaba todos los días en su paseo por las calles del centro). Llegó finalmente a su casa para descubrir que su esposa no había regresado de dondequiera que hubiera ido, y empezó a pensar que no contaría con su presencia para cenar esa noche.



En vistas de que iba a comer solo, decidió darse el gusto de preparar una tortilla a la española, toda para él. Ya se regodeaba en el sabor del huevo y el aceite mientras se dirigía al baño para lavarse las manos, y al ver allí su rostro en el espejo se le dibujó una inevitable –aunque discreta- sonrisa. ¡Casualidad Divina! ¡He aquí que ha desaparecido la humanidad entera justo en el día en que, siendo de otro modo, todos se habrían detenido a contemplar descaradamente mi vergonzoso forúnculo!

martes, 4 de noviembre de 2008

Declaración de principios.






I.- Todo posee una causa.


II.- No somos Nada.


III.- El hecho de que todo posea una causa no implica que una cosa sea causa de todo (si bien no lo niega).


IV.- Todo es relativo (y esto es absoluto).


V.- Si la verdad se define como relación de correspondencia con el mundo, no existe ni existirá verdad hasta que se determine específicamente qué es el mundo.


VI.- El cuerpo es un momento; el alma es un concepto.


VII.- El mundo no es fundamento ontológico del lenguaje así como el lenguaje no es correlato gnoseológico del mundo.


VIII.- El mundo es caos porque todo obedece una causa.


IX.- Lo que abunda no daña.


X.- La negación de la vida no implica la muerte.


XI.- El todo es mayor que la suma de las partes, pero menor que el cuadrado de la derivada del producto escalar de sí mismo por un tercio de las partes.