martes, 16 de septiembre de 2008

Ramiro y Sócrates.




A lo mejor no me lo creería usted, oficial, si le dijera que ayer por la mañana estaba ahí sentado, exactamente en la misma parada de colectivo, el niño de doce años empinando un tetrabrick de vino. Y es que a cualquiera que no se haya criado en este sitio le resultaría, no sé si inconcebible, pero seguro muy chocante; y sin embargo, para nosotros ya es cosa cotidiana ver a los chicos arruinándose así. Ahí estaba entonces, Ramiro, con sus doce añitos, con Sócrates y con su cartón de vino tinto. No todos por acá lo conocen muy bien, pues es de esos niños callados, pensativos, de los que no llaman mucho la atención ¿vio?, y créame que acá eso es suficiente para pasar totalmente desapercibido. Pero yo siempre fui de interesarme mucho por las cosas que movilizan un poco el alma, sobre todo por las personas que no le dicen a uno ni una palabra, pero con una mirada le cuentan más de lo que a uno se le hubiera ocurrido preguntar… no tenga duda de que la gente como esa en este barrio no abunda. Pero él es una de esas personas. Así que, aunque nunca hayamos tenido una relación muy cercana, siempre traté de seguirle el rastro y de mantenerme informado sobre la vida del muchacho.


Tenía los ojos medio colorados por el vino esa mañana, y la expresión que siempre tuvo en la cara, que parece que se está por largar a llorar. Y no me vaya a malinterpretar, que si bien le acompañaba siempre la angustia en el rostro, solamente una vez en mi vida le vi derramar algunas lágrimas, y créame que ha vivido desgracias el pobre muchacho. De hecho, yo comencé a reparar en él cuando apenas tenía cuatro o cinco años, y empezó a correr por la cuadra el rumor de que su padre (ya en ese entonces perdido por el alcohol) los fajaba a la madre y al él casi todas las noches, cuando volvía del bar de Carlitos. Y poco tiempo pasó para que los rumores se convirtieran en ruidos de platos rotos, y en discusiones que terminaban siempre con los gritos desesperados de la pobre mujer (que en paz descanse). Y claro, nadie hacía nada. ¿Quién se iba a acercar? ¿Quién iba a denunciar? En este barrio no se manejan esos códigos, oficial, lo que pasa en el hogar de cada uno, ahí se queda y de ahí no sale. Lo sabría bien usted con pasar tan solo un par de días en mi casa: se daría cuenta de que todas las noches se escuchan cosas por las que un hombre como usted, con todo respeto, se orinaría encima. Cuando no son gritos y amenazas, son disparos, cuando no son borrachos matándose a golpes son cristales estallando, cuando no, alguna pobre chica que la agarran entre algunos cuantos y vaya a saber qué cosas le hacen para que grite así… mejor ni averiguarlo mire, que por algo dicen que la curiosidad mató al gato.


Le comentaba entonces que el padre, borracho y mujeriego como pocos, y para colmo violento, se la agarraba contra la pobre familia, y ya le digo, mujer más buena que la madre de Ramirito no he conocido yo en mi vida, y mire que he vivido años. Era chorro de profesión, el padre; había tenido alguna vez un trabajo de albañil o de pintor, alguna changa de esas cada tanto, pero con eso estoy seguro de que no le daba ni para pagarse las cuentas del bar. Y cada tanto se desaparecía unos días del barrio, casualmente cuando algún policía pasaba preguntando por él. La madre traía un par de pesitos a casa, como para que no faltara el pan, de lo poco que le pagaban por ayudar en el almacén de la esquina. Así y todo se las arreglaba para mandar al chico al colegio, los pocos años que duró. Pero por más pan y colegio que hubiera, la pobre mujer no podía evitar que el viejo cuando llegaba se quitara el cinturón o una zapatilla y arremetiera contra madre e hijo por igual.


Fue cuando tenía más o menos seis años que hablé con él la primera vez. Alegre, educado, uno de esos chicos con los que da gusto pasar un rato. Yo tenía por ese entonces una perra vieja que me había quedado encinta, y unos meses después tenía dos cachorritos para regalar. El niño vino a llevarse uno con su madre. Contentísimo se fue, pero me arrepentí toda la vida cuando esa noche escuché al padre castigándolos con más furia que nunca, porque claro, ¿con permiso de quién habían ido a conseguirse un perro…? Pero la noche pasó, y al perro lo mantuvieron. De hecho, nunca hasta esta mañana lo volví a ver a Ramiro separado del ovejero alemán. Sócrates le puso, después de una de esas charlas que tuvo conmigo, en la que le conté sobre el personaje ése, no sé si era un italiano o qué, pero había leído en algún lado que fue el hombre más inteligente del Mundo. Y se ve que al chico le gustó, porque adoptó inmediatamente el nombre para el can, y siempre, desde entonces, le trató de usted.


Un año después de eso, más o menos, fue cuando pasó lo peor. Llegó Ramiro a la casa con Sócrates (volvía de jugar a la pelota, creo) y se encontró la escena de su padre descalzo y en cueros llorando en el suelo, la madre que yacía a su al lado, una botella rota y el vino que se mezclaba con la sangre en un charco. No era en realidad un cuadro que el niño nunca hubiera visto antes, la principal diferencia era que ésta vez la madre ya no respiraba. El padre le dijo que se le había roto la botella y la madre se había resbalado con el vino y se fue a romper la cabeza contra el suelo… El chico tendría siete años, pero no era ningún boludo, con perdón. Siempre supo que había sido el borracho hijo de puta ése el que la mató, pero no dijo una palabra. Resultó ser todo un hombre; si viera la templanza y la madurez con que soportó todo, me daría usted la razón. A tal punto, fíjese, que no derramó una sola lágrima, oficial. Aunque a veces pienso que habría sido mejor que hubiera despedido a su vieja como Dios manda ¿sabe?, yo creo que ese tipo cosas siempre dejan una marca, y a lo mejor influyen mucho en lo que uno termina haciendo de su vida.


Sin ir más lejos, tendría que ver usted las “amistades” que el pobre chico se buscó un tiempo después. Se empezó a juntar con una barra de pibes más grandes que él, que andaban siempre en la plaza frente a la capilla, y nunca sin una cerveza o unos gramos de coca encima. Pibes que roban en su propio barrio, oficial, y que no tienen una sola preocupación en la cabeza más que cuidarse el culo de cada uno y sobrevivir al día. Esas no son amistades para un chico de ocho años, ¿no le parece? Pero Ramiro nunca había sido muy sociable y, la verdad sea dicha, nunca le conocí un amigo “normal”. Encima fue por esa época que dejó de ir al colegio, entre otras cosas porque el padre no podía ni pagar su propia deuda en lo de Carlitos; mucho menos, imagínese, podría mantener apropiadamente al chico. Viéndolo así, se entiende que el muchacho haya empezado a salir a robar; aunque, créame, yo sé que le duró poco.


Una noche de invierno hace un par de años, estaba con uno de los pibes esos que le digo, tratando de abrir un coche para llevarse vaya uno a saber qué, y yo no sé si habrá saltado la alarma o qué, la cosa es que los dueños del coche andaban por ahí, los vieron, y los empezaron a correr. El otro pibe salió rajando sin mirar ni una vez para atrás y se escapó. Ramiro intentó seguirlo, pero no tuvo tanta suerte: lo agarraron entre los dos tipos, y lo molieron a palos. No se da una idea, oficial, de cómo dejaron al pobre chico. Yo no sé qué clase adulto es capaz de pegarle así a una criatura. A tal punto, mire, que estoy seguro de que si Sócrates no saltaba ahí y le arrancaba la nariz de un mordisco a uno de los tipos, a Ramiro lo mataban ahí nomás, a puño limpio. Esa cicatriz horrible que tiene en la mejilla ¿la vio?, se la hicieron esa noche. Estuvo dos semanas en el hospital, todo vendado, y le juro que el único que se quedó ahí con él todo el tiempo fue el perro. No lo querían dejar entrar, claro, pero uno de los enfermeros era conocido mío y lo convencí. Y menos mal, porque con la compañía que le hizo el padre, el pibe se hubiera muerto de solo. Yo fui a verlo un par de veces también, pero bueno, tenía que trabajar, así que tampoco podía quedarme mucho con él.


Igual pasamos algún tiempo juntos, y pudimos charlar mucho sobre algunas cosas. El ya tenía diez años pero parecía de veinte por la cabeza que tenía, no le jodo. Un muchacho muy inteligente, muy sabio. Me acuerdo de cómo le había quedado dando vueltas en la cabeza el “te voy a matar” que le repetía uno de los tipos que le pegó. En realidad, no tanto por ese momento en particular, sino por la cantidad de veces en que se lo habían dicho en su vida, como si la frase lo hubiera marcado más aún que la imagen de la madre muerta. Me contó de las innumerables veces en que se la había dicho el padre, mientras lo fajaba, o los compañeros del colegio. “Te voy a matar”. Hasta una maestra, cuando lo encontró masturbándose en el baño de la escuela a los ocho años. ¿Cómo puede no influir mal eso en un chico, oficial? La verdad es que me daba una lástima…


Después de que salió del hospital, Ramiro era como un fantasma en el barrio. Se lo veía pasearse con Sócrates, volviendo de pedir monedas en la estación del tren o de alguna que otra changuita que se buscaba para ganarse dos o tres pesitos. Fue por esa época que empezó a tomar. Yo supongo que la primera vez le habría afanado alguna botella al padre, que, dicho sea de paso, ya no le podía pegar ni a una mosca. Había quedado medio tarado y tenía el cuerpo a la miseria; el alcohol le había consumido la vida ya. Escupía sangre… la verdad, si no conociera su pasado, habría sentido mucha lástima por el tipo. La cuestión es que Ramiro había empezado a tomar, y entre el año pasado y éste, yo lo veía siempre a la tardecita volver del lado del norte con el perro siguiéndolo, un tetrabrick en una mano y la otra en el bolsillo. Siempre cabizbajo. La verdad es que nunca más volvimos a charlar mucho, así que no se exactamente qué hacía de su vida y qué cosas pasaban por su cabecita esos días.


De hecho, tengo que admitir que casi me había olvidado de él hasta lo de ayer a la mañana. Estaba, como le dije, sentado ahí en la parada del colectivo con su vino y los ojos colorados, y Sócrates ladraba y corría alrededor como loco, persiguiendo unas palomas que había por ahí. No sé si estaba esperando el colectivo o simplemente se había tirado ahí a pasar el rato. Yo justo salía de mi casa e iba para el trabajo cuando lo vi. Lo saludé de lejos con la mano, pero, si me vio, no se molestó en devolverme el saludo. Así que empecé a caminar para el otro lado, y no habría dado más de diez o quince pasos cuando escuché los gritos del chico llamando al perro (“¡Sócrates! ¡Sócrates, venga para acá!”), y al mismo tiempo, el ruido de la frenada. Obviamente volví hacia atrás, y lo vi al perro ensangrentado y desparramado por los adoquines con las tripas por afuera, abajo del colectivo, y a Ramiro parado justo en frente, al punto que si frenaba un metro después, el pibe tampoco la contaba, no le jodo. Estaba parado, duro, y por primera vez en la vida, le chorreaban las lágrimas por el rostro. Al cabo de unos segundos, el colectivero se asomó y le gritó: “Pibe, ¿te vas a subir o te vas a correr?”. Ramiro se refregó un poco los ojos, se acercó muy despacio a la ventanilla del chofer, y con la voz quebrada le dijo: “Señor, era mi perro, ese que acaba de pisar”. “Disculpá, pibe”, le contestó el otro, y arrancó nomás. Ahí recién se dio vuelta, y me vio del otro lado de la calle. Estaba desconsolado, oficial, imagínese. Y yo me olvidé del laburo y de todo. Crucé y lo ayudé a levantar al perro; lo llevamos como pudimos, porque ya estaba medio desarmado ¿vio?, y lo enterramos en el predio que está a la vuelta de mi casa. Estuve un buen rato intentando darle charla pero el chico no abrió la boca en toda la tarde, y a la tardecita yo me fui a hacer el turno nocturno en la fábrica, porque sino ya me rajaban ¿sabe? Me habría gustado poder quedarme un poco más con él. A lo mejor hasta podía evitar toda esta situación… pero bueno, lo que pasó, pasó, y ya no se lo puede cambiar.





















Eso es todo lo que le puedo decir con seguridad, oficial. Cuando yo llegué del trabajo hoy a media mañana, ya estaban todos ustedes por ahí buscando testigos y eso. Por el padre del pibe ni se moleste, que ya hace un par de semanas que nadie lo ve por el barrio, y tenga por seguro que no se va a aparecer por acá. Lo demás son todas suposiciones. No creo ni que haya dormido, debe haber estado esperando toda la noche despierto en la parada, vino mediante, hasta que el colectivo volviera a pasar esta mañana, haciendo el mismo horario y recorrido de todos los días. El cuchillo con el que mató al chofer lo debe haber agarrado de la casa, porque es un tramontina de cocina común y corriente según me dijeron… Mire, yo sé que es serio lo que hizo, pero trate de tener en cuenta lo que le conté, le doy mi palabra de que no le dije una sola mentira. Si lo conociera, entendería usted su conducta en cierto modo. No es que yo diga que está bien lo que hizo, por Dios que no es eso lo que pienso. Lo que quiero decir es que, en el fondo, es un buen muchacho. Usted me entiende ¿no? Si no, tenga por seguro lo que le digo, que soy un hombre viejo y yo también tuve una vida dura: a como son las cosas en donde me crié, a veces es preferible un perro fiel a todos los amigos del Mundo.

Si, ya sé, se hace tarde. Yo tampoco dormí hoy. No sé porqué gasté tanta saliva en esto, si al fin y al cabo, no van a cambiar mucho las cosas por lo que yo diga o deje de decir. Le pido mil disculpas por haberme prolongado tanto en el relato. ¿Sabe qué pasa, oficial? Creo que yo soy la única persona en el barrio que conoce de verdad al pobre muchacho, y me resulta un poco triste saber que tanto para ustedes como para el juez como para los diarios y, al fin y al cabo, para todo el mundo, Ramiro de hoy en más va a ser simplemente “el pibe de doce años que asesinó a un colectivero”.

miércoles, 27 de agosto de 2008

Madrugada de otro domingo porteño.




Desde lejos sos una figurita oscura recortada sobre la vereda contra el cielo blanco leche del primer rayo de sol de madrugada. Una figurita oscura con las manos en los bolsillos, a la que desde lejos no se le ven las lágrimas colándose por entre los párpados y los dientes apretados. Es domingo ya. La euforia del sábado a la noche hace rato fue devorada por el letargo implacable de la tarde que se viene. Hace un frío de esos que te cortan la piel. Los pibes se van a dormir borrachos a esta hora los domingos. Y ella está en alguna parte de la ciudad arriba de algún colectivo, pero muy lejos. Y más lejos a cada segundo que le dedicás al tiempo para pensar en ella.
A lo mejor está llorando, también. No sabés.
Puede ser que no.

¿Y si no? Entonces las lágrimas te inundan totalmente las córneas y el barrio. Y a pesar de la fuerza que hace el pecho para adentro, hasta se te escapa algún gemido. O por ahí justamente por eso. Igual, que vergüenza. Menos mal que no hay una puta alma afuera, porque, como te digo, hace un frío tan penetrante que hasta los perros de la calle se guardan entre la basura buscando abrigo. Los primeros cristianos se levantan a eso de las ocho los domingos. Falta todavía. Y con este frío, a lo mejor hasta se quedan un rato más en la cama y van a la otra misa. Así que podés seguir llorando y gimiendo y pateando piedritas tranquilo un par de horas si querés, o hasta que se te pase la rabia, o lo que sea que estás sintiendo ahora. Esa mezcla deforme... pasta cruda de sentimientos indescifrables. Pero rabia hay. Y angustia, seguro, de esa tenés siempre. Un poco de miedo y otro tanto de bronca. Pero lo más raro es eso que te está haciendo llorar así ahora. Ese equilibrio exacto entre todas las sensaciones que hace que no caigas del todo en ninguna y las trasciende a todas en una armonía que de a momentos hasta llega a un pico de una curiosa... ¿alegría? Bah, no sabés como llamarla. Yo tampoco. Pero sabés de que te hablo. Eso que hace que te veas desde afuera: llorando, con el ceño fruncido, aspirando los mocos, tropezándote con el cordón, con los puños apretados en los bolsillos. Y cuando te abstraes y pasas a ser la figurita oscura caminando con el sol de la mañana, todo toma un tinte hasta gracioso... o irónico, más bien; pero gracioso al fin. Porque al mismo tiempo estás adentro y no podés escaparle del todo a ese deseo de cruzarte con alguien sólo por las ganas de partirle la cabeza. Hay que ser sabio para reírse así de uno mismo.

Igual ya estás cerca de casa, unas cuadras nomás. Vas a llegar y comer algo. Hasta te podés dar una ducha y lavarte las lágrimas y los mocos y la tierra de las manos. Y cuando te acuestes te vas a olvidar por un rato de la tristeza. O por lo menos del frío (que frío, laputamadrequeloparió) y del cansancio.

Y hoy podés dormir todo el día, es domingo.
Una dimensión aislada del fluir de la semana.
No existe el tiempo los domingos.
Y el espacio se limita demasiado.




Y ella ya debe estar llegando a casa también. Si, no la quise mencionar mucho, pero sé que en todo este tiempo sólo estuviste pensando en ella. No la vas a ver en mucho tiempo, parece. ¿Llorará?
¿Estará pensando en vos al menos...?

Esta mierda de ser siempre uno y no saber nunca absolutamente nada de todo lo que pasa por afuera.


La rutina no viene a ampararnos los domingos. La libertad extrema angustia, y el vacío interno cobra mucha fuerza. Si no te gusta el fútbol, cagaste.
Mucha gente se suicida los domingos.





















(pero vos sos un cagón)









No comiste, no te desvestiste, no te bañaste. Llegaste y te tiraste sucio y frío arriba de la cama deshecha; y mordiste la almohada, entre saliva y lágrimas, hasta el lunes a la madrugada.

lunes, 11 de agosto de 2008

Una ventana al inconsciente.

Tengo a veces sobre mi cabeza una ventana al inconsciente de alguien más, y cada vez que la recuerdo, me incorporo y me asomo a ella, y paso horas preguntándome si el mío se parecerá en algo a ese desierto de arenas grises y amarillas bajo un cielo cuyo azul se va volviendo más pesado y más eléctrico a cada centímetro que se eleva sobre el suelo.
Y sobre un pequeño hombrecillo de plástico, que se desgarra en un abrazo solitario contra el mármol frío de la ausencia del objeto de su afecto, toma forma un rostro inmenso de una piel suave y arrugada, sin boca, sin ojos, sin cabellos; sólo un cráneo deforme y alargado envuelto en piel. Muerto, como dormido, y sus largas pestañas cosquillean a los insectos que se alimentan de su muerte.
Ya llegando al cuello, la cabeza deriva todo su peso a un pedestal gris metálico, que expulsa unas raíces azules que se clavan profundamente en la arena y mantienen al cráneo fijo en su posición, e inerte frente a todo el caos rabioso que lo rodea, al punto que es ese rostro lo único en todo el paisaje que se mantiene estático y armoniza la explosión de movimiento, viento seco, piedras, sangre, arena y hombres ciegos y pequeños caminando en círculos por el desierto.

Del otro lado de la cabeza, la nuca se derrite en un lago de piel líquida del cual emerge, del pecho para arriba, la figura de una mujer terrible y hermosa. Terriblemente hermosa, porta un lirio blanco entre los senos, los ojos apaciblemente cerrados, y unas venas azules por las cuales circula un pútrido y salado veneno decoran su rostro. Sus cabellos se enredan en el viento salvaje de arena y aire, y su nariz acaricia suavemente el sexo metálico de un hombre cuyas piernas, viriles y manchadas de sangre, emergen también del lago de piel pastosa y sirven de apoyo al hombro de la mujer hermosa, que se recuesta sobre ellas y respira sexo, y el hombre se consume en deseo.


Los minutos estallan, el tiempo se licua, el viento desintegra el aire. Los hombrecillos grises se pasean, ciegos, erráticos, se chocan, se odian, se besan. Dios. Puro y sagrado arbitrio. Las piedras se hunden en la arena y la Muerte se eleva por sobre todos los insectos. El cielo de azul pasó a negro, y ahora la arena es roja, y sus granos son aún más pesados y cortantes. El aire pesa, duele.
La mujer corre sus párpados y descubre dos globos de carne seca, chamuscada, y su boca se abre dando lugar a una lengua muy fina y una fila de dientes filosos y alargados que se clavan en una mordida carnívora, y arrancan los metálicos genitales en una euforia asesina, para hundirse luego en la piel acuosa para siempre.
El sexo mutilado se condensa y estalla en una catarata de sangre potente que se cuela por la nuca y revitaliza el cráneo; y la fuerza de su chorro empuja el lirio desnudo, que desciende despacio por el aire hasta cubrir y cobijar al hombrecillo ciego, solitario, desgarrado, angustiado y plástico, que ni por un solo instante dejó de abrazar el mármol.















En el último segmento de la línea del horizonte, un anciano contempla la escena, petrificado, de la mano de un niño.

miércoles, 25 de junio de 2008

Necrofilia (Metáforas III)

Hay un cadáver debajo de mi cama
que aparece durante las noches
en el sordo silencio del cuarto
y tiñe el aire oscuro y estéril
de densos vapores
pútridos.


Hay un cadáver debajo de mi cama
que se revuelca entre el polvo y
las costras que se desprenden
de su piel reseca y muerta
y llora tristes lágrimas
de sal pura.


Hay un cadáver debajo de mi cama
hace ya un tiempo abrió sus venas
con sus dientes, y ahora espera
acurrucado en la penumbra
del olvido, ahogando un
grito en sangre
seca.


Hay un cadáver debajo de mi cama
que se fuma todos mis cigarrillos
con su aliento de diezmil años
de muerto, con sus labios
agrietados y su lengua
de desierto.


Hay un cadáver debajo de mi cama
despierta al apagarse las luces, y
quiebra el silencio del cuarto:
me pregunta en un susurro
si podría hacerle el favor
de matarme
por él.






Hay un cadáver debajo de mi cama
que se sienta en silencio a mi lado
durante el momento más oscuro
de la noche y extiende su mano
seca muerta, agusanada mano
y, mientras yo estoy dormido
el cubre con suaves caricias
mis cabellos, mis mejillas






y mi cuerpo.
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miércoles, 18 de junio de 2008

Yendo hacia adentro.

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You don't throw your life away going inside. You get to know who's watching you, and who besides you resides. In your body, where you're slow, where you go doesn't matter cause there will come a time when time goes out the window. And you'll learn to drive out of focus.

I'm you.

And if anything unfolds It's supposed to. You don't throw your time away sitting still. Im in a chain of memories, It's my will. And I had to consult some figures of my past. And I know someone after me will go right back. I'm not telling a view. I've got this night to unglue. I moved this fight away, by doing things there's no reason to do.

sábado, 7 de junio de 2008

Repetidas tristes veces pienso qué sería de mi alma si no estuvieras tu a mi lado, tu para darme sonrisas tu para leer mis ojos tu para decir "te amo", tu para cubrirme en besos tu para torcer el tiempo tu para sentir tu cuerpo tu para romper mis miedos tu para cortar la angustia del eterno pensamiento, tu para enseñarme un mundo tan hermoso como el cielo un cielo puro de verano en una noche de una luna y un derroche de minúsculas estrellas que dibujan todas bellas un acogedor refugio para dos enamorados que se besan refugiados y lo único que logran a través de cada instante es volver a enamorarse; luego esbozo una sonrisa y aparezco despertándome a tu lado, a tu lado despertando, a tu lado descubriendo que a tu lado la vigilia es mi sueño más soñado.

sábado, 17 de mayo de 2008

Manifiesto anti-escritores.

No ha de ser el orgullo consigo mismo lo que lleva a un autor a convertirse en tal, sino más bien, la vergüenza. Es sin duda la escritura el arte de aquellos que desean ser gente distinguida, pero a quienes nunca les ha ocurrido ningún hecho interesante en su vida, y por ende, deben recurrir a inventar estos hechos, y envolverlos en una ficción cuidadosamente elaborada, para que los futuros lectores pasen luego horas de su tiempo cavilando en si lo que acaban de leer le ha ocurrido verdaderamente al creador del texto o ha sido producto de una particularmente bien dotada imaginación. Claro que para hacer esto, los escritores al principio deben navegar a la deriva en los inabarcables mares del anonimato, y dedicar muchísimas horas preciosas de su vida a la sádica contemplación artística o filosófica de su entorno; contemplación que no ha de llevar más que a una vocación inútil e innecesaria para el progreso humano como es el oficio del artista (de cualquier índole), o del pensador (sin mencionar el hambre y las carencias materiales que sufren dichas criaturas).

Y aún así, para la media ignorante y conformista de la sociedad, el escritor aparece como un personaje diferente, especial, dueño de un don concedido a pocos, pensante, hasta podría decirse, intelectualmente superior al resto. Goza de un prestigio muy particular, sostenido por un infundado respeto a su sarta de delirios. No se dejen engañar, estimados lectores, ante estas falsas concepciones: el escritor es, ante todo, un ser tan común, corriente y mediocre como un verdulero, un mecánico, un kiosquero, un corredor de bolsa (o de carreras), un médico o una presidenta; es decir, un ser tan patético como cualquiera, que simplemente se vale de la maravillosa (y a esta altura, totalmente accesible) invención de la escritura para plasmar su aburrida e inconclusa subjetividad en pilas y pilas de papel.

Y llegamos así al primer punto importante de éste manifiesto: el papel es un bien cada vez más escaso en el mundo. Hoy en día observamos infinidad de talas indiscriminadas de árboles en diversas zonas del planeta (las que alcanzan su máxima expresión en el futuro desierto amazónico, antiguo pulmón del mundo) ¿Y para qué? Principalmente para la fabricación de papel ¡Papel que estos monstruos escribientes demandan sin consideración, sin segundos pensamientos por el bienestar de la humanidad toda! Exigen libretas, cuadernos, hojas y hojas de diversos papeles para imprimir en ellos sus insípidas poesías, sus falsas historias, sus complicados, circulares e inútiles razonamientos; y no les importa en lo más mínimo el hecho de que los glaciares se derritan, que las temperaturas suban, que se inunden las ciudades, que haya escasez de alimentos y agua... así es, señoras y señores, así de desconsiderada y egoísta es esta gente. Estamos hablando de papel que podría (o más bien, debería) utilizarse para la masiva elaboración de billetes, siendo el dinero un bien tan escaso hoy en día para la gran mayoría de la humanidad; pero no ¡Más de la mitad de la población mundial debe pasar hambre y soportar la peor de las miserias, para satisfacer el capricho de estos pseudo-intelectuales! Egoístas, que no sólo demandan papeles para la creación de su propia obra, sino también para la reedición de otros libros... ¡Libros preexistentes, que ya han sido impresos! Pues ellos no se contentan sólo con tener papel para su escritura personal, no, ellos desean también acaparar la mayor cantidad de libros posibles, de cualquier autor, cuantas más páginas mejor, y acumularlos en extensas bibliotecas; no importa si realmente se dedicarán a leerlos o no, ellos simplemente desean poseerlos, esgrimiendo el vergonzoso argumento del valor simbólico de dichas obras, y apelando a la sensibilidad de los débiles.

Cuestión importante es también el uso que estas bestias alfabetizadas le dan a la lengua. Es evidente para cualquier ser humano en su sano juicio que el exceso de lectura o escritura conlleva, inevitablemente, al exceso de pensamiento; y no es éste un mal menor: nadie que lo haya padecido se ha recuperado correctamente. Es una dolencia que lleva a los devastadores tormentos de la angustia eterna; a la locura intelectual; al flagelo de las drogas; a una inteligencia que crece hasta sobredimensionarse, para finalmente colapsar en la demencia. Una enfermedad más seria que cualquiera de las conocidas por el hombre. Sin exagerar, me atrevería a llamar a este mal: “cáncer del alma”, y su única cura: el suicidio. Si, estimados lectores, estamos hablando de un mal incurable; tal es la gravedad de este asunto, y aún así, nadie parece advertirlo o darle la menor importancia. Es tiempo de tomar conciencia, y es por ello que he decidido, luego de extensas meditaciones, comenzar a escribir estas líneas, con la esperanza de develar las conspirativas maquinaciones que atentan peligrosamente contra el progreso del ser humano.

Si aún luego de estos indiscutibles argumentos no he terminado de convencerlos, no hace falta más que observar las devastadoras consecuencias que han traído a la humanidad ciertos libros, como la Biblia, Mein Kampf, el Corán, o el Manifiesto Comunista (por citar algunos ejemplos); todos precursores de años y años (y en algunos casos, hasta siglos) de sangrientas guerras y muertes innecesarias, en el nombre de ideas descabelladas, producto de la envenenada mente de diversos lunáticos. Seres inadaptados que escapan del mundo social, material, tangible, para refugiarse en el de las ideas huecas, inconsistentes, carentes de todo sentido práctico; comunicándolas de un modo tan sutil y elegante, que atrapan a las mentes desprevenidas, y las modelan según sus retorcidas intenciones. Es sólo cuestión de tiempo luego, para que choquen los intereses entre miles de ideas contradictorias, y éstas lleven a los pobres hombres controlados por ellas, cegados por las mentiras, a violentos e irresolubles conflictos siempre teñidos de sangre y de muerte.

No nos dejemos engañar, no caigamos en la red de mentiras que estos repugnantes esbozos de ser humano, en nombre de la "razón", tejen para ganarse el apoyo de la opinión pública; no seamos cómplices de sus falsos conocimientos; no asimilemos como verdades los textos infernales que ya tanto daño han causado en este mundo. La escritura representa el atraso, vivimos en una era en la que el pensamiento ya no es necesario: tenemos la sabiduría, la tecnología y la diversidad de artefactos necesarios para que éstos piensen y actúen por nosotros, ahorrándonos esa difícil y agobiante tarea, que ha llevado a tantos a la depresión y al suicidio, acto este último harto retrógrada. Basta ya de sucumbir ante ellos, debemos formar un frente unido y detectar a estos seres desviados antes de que sea demasiado tarde, enseñarles el verdadero camino, y construir así, de a poco, el mundo feliz y libre de angustia que todos nos merecemos.