jueves, 9 de octubre de 2008

Ensayo sobre pedofilia





Regocijo supremo de la grotesca propaganda mediática posmoderna, el pedófilo no es más que una víctima de su desesperante necesidad de victimizar a su victimario. Esto estoy dispuesto a sostener, aún luego de las más diez mil horas de transmisión televisiva y cien mil páginas de prensa escrita empecinada en la descripción minuciosa del hasta más ínfimo detalle de la enfermiza monstruosidad del criminal sexual y de sus avergonzantes fechorías, con toda prescindencia de un análisis físico-psicológico apropiado; digamos, con el mismo rigor argumentativo con el que la ya mencionada maquinaria mediática presenta a los individuos en cuestión, pero con el fin tajantemente opuesto de quebrar el paradigma del violador contemporáneo. O por lo menos, de presentar alternativas a ese paradigma que a muy pocos o a nadie van a importarle a fin de cuentas. Absténgase aquel que tergiverse la dirección de este ensayo desentrañando una interpretación que busque alentar la perpetración de estos crímenes, de utilizar esa interpretación abiertamente como justificativo de su potencialmente dudosa conducta.


Sucede que el Mundo es Caos, así como es Caos todo lo que ocurre por fuera de sus bordes y es Caos todo aquello que en él esté contenido. Las sociedades humanas no escapan a esta realidad, sino que la complementan deliciosamente; al punto de habernos proveído a quienes las integramos las herramientas conceptuales para formular este tipo de hipótesis. Ni siquiera en la mente humana (o mejor, menos aún en la mente humana) puede el hombre encontrar un orden subyacente. Tenemos entonces, por un lado, caos o desorden total, tanto en nuestro interior como en la infinidad de estímulos externos que nos acosan continuamente: potencial ausencia de rasgos bien definidos que permitan el hallazgo de una causalidad acertada que dé cuenta del motivo por el cual pasan las cosas (dado que el Mundo es Caos porque todas las cosas poseen una determinada Causa), y por otro lado, el puñado de individuos que hoy nos conciernen, a saber, los que se deleitan con el sometimiento sexual involuntario de un impúber indefenso. Presentándolo así, y luego de reflexionar mínimamente sobre estos temas, sólo obstinados e ignorantes exigirían una más específica enumeración de razones para defender mi tesis. Las daré, simplemente por el hecho de que la gran mayoría de la gente es, de hecho, obstinada e ignorante; y porque cada vez son menos quienes vislumbran, o cada vez se requiere de un esfuerzo mayor para que el ser humano promedio pueda vislumbrar por un instante lo vacuo y efímero de su existencia (si bien una vez que se ha alcanzado ese plano, todos somos víctimas, o no somos Nada: esto es a gusto del consumidor).
Se infirió al principio que el pedófilo también puede ser una víctima; y en efecto, lo es. El pedófilo es víctima, tanto de ese Caos de intrometidas invasiones de eternos estímulos externos, como del horrendo Caos emocional desatado por un enigmático pasado personal, cargado de un contenido tal que torcería cualquier intelecto sano. El pedófilo es víctima del Caos de cada esfera o sector social, del Caos interno de cada individuo “normal” que conforma esas esferas, y que canaliza su caótico odio de inexplicable origen contra quienes cometen los actos que ellos mismos juzgan (o les han enseñado a juzgar) como malvados. El pedófilo es víctima de todos los que se tragan periódicos y noticieros, y demás medios que no hacen otra cosa que alimentar, cotidianizar y multiplicar aquellos mismos hábitos perversos que sus consumidores aborrecen. El pedófilo es víctima de todas las amas de casa y de todos los padres de familia del mundo. El pedófilo es víctima de la limitada y limitante moral occidental, impuesta por la escuela, por el juez, por la iglesia, por el hogar.


El pedófilo promedio es padre de familia, o bien maestro de escuela, o (¿cuándo no?) algún destacado miembro eclesiástico, entonces aquí tenemos un problema.



Difícilmente alguien pondría en duda que el que viola a un infante no lo hace sin saber que su conducta podría llegar a resultar condenable por los demás miembros de su tribu. Aún así lo hacen. Es necesario, por tanto, que existan causas determinadas y posiblemente bien definidas que lleven al pedófilo a romper momentáneamente el bagaje de moral social que tiene incorporado durante la perpetración de su delito, pues ningún ser humano contemporáneo se arriesgaría a ser etiquetado como violador de menores así sin más. Nadie se ha preocupado por investigar o difundir dichas causas (desentendámonos, desde ya, de la psicología, ciencia que sólo busca el determinar qué es lo sano y lo normal, y la justificación injustificable de porqué algunos individuos pueden y deben ser “anormalizados” y aislados del resto). De la misma manera, nadie se ha preocupado por investigar y difundir con rigor y seriedad las consecuencias y secuelas que producen en los niños acosados las vivencias ocurridas. Causas y consecuencias que, correctamente tratadas, podrían efectivamente reducir el número de casos.

Mas no resulta serio bajo ningún punto de vista un poco más riguroso que el de ciertas personas que cualquier información masiva que circule sobre el tema no es más que una perversa falsificación de los hechos. El público ha sido educado para no indagar sobre los motivos, y para engullir obedientemente el ciego discurso de la masividad, que se reproduce a diario y sistemáticamente, manteniendo su estructura intacta y alternando solamente a los personajes sobre los que se enfocan las cámaras. El pedófilo simplemente ha pasado a ocupar el lugar de las primeras planas que antes ocuparan otros monstruos antisociales que ya han sido naturalizados, tales como ladrones, drogadictos u homicidas. El Mal de turno siempre debe renovarse, es condición básica y fundamental para mantener un sistema de control impecable, pues es así como funcionan las sociedades modernas. Antaño, los padres seguían el rastro de las amistades y horarios de sus hijos con la siempre oculta intención de protegerlos de las múltiples amenazas de la calle. Hoy día, mamá y papá no sólo deben continuar y agudizar estos controles, sino que a ellos se suma la necesidad imperiosa de asegurarse que hasta los maestros sean lo suficientemente decentes como para que su hijita regrese a casa con el himen intacto. Y bajo tal atmósfera de seguimientos opresivos constantes, se reduce cada vez más significativamente el tiempo que los padres pasan con sus hijos para crear lazos de amistad y cariño genuinos. (Lazos que son condición fundamental para que el retoño no se convierta en el futuro en, por citar un ejemplo entre muchos, un pervertido sexual).
En lugar de ello, sólo se busca el consumir y acumular casos, el ver cómo y de qué modo el victimario sometió a su víctima, y obtener hasta el más pequeño detalle del hecho en sí.
Luego, por supuesto, vendrá el reclamo por justicia. Entiéndase por ello, el hecho de difamar públicamente al criminal, seguido de una larga condena que deberá cumplir el mismo en el servicio penitenciario. Justicia que no se basa en la búsqueda de las causas, sino de los hechos. Justicia que no se basa en la posibilidad de revertir o evitar futuras situaciones posibles o similares, sino en la búsqueda de Un Culpable particular, y en enterrar su violencia con más violencia. Vivimos en un mundo que considera que esto es Justo. Y en el que muy pocos se dan cuenta que solamente se persiguen ideales imposibles, ingenuos y puramente subjetivos. Ideales tan lejos de ser alcanzables como la realidad está de ser cognoscible.



No hay mundo, no hay unidad, no hay bondad ni maldad. Hay caos y multiplicidad de sujetos, subjetividades y significados: jungla y el irrumpir del más fuerte. La verdad no existe, y la Justicia es Conflicto: es violencia, contienda, movimiento, generación y muerte. La justicia es dialéctica y la humanidad fue, es y será una masa amorfa de infradotados.
Y si al universo subyace, en última instancia, un orden verdaderamente Justo, es necesario que esta humanidad sea eliminada del mismo, y pronto: Justicia es el fin del mundo.

martes, 16 de septiembre de 2008

Ramiro y Sócrates.




A lo mejor no me lo creería usted, oficial, si le dijera que ayer por la mañana estaba ahí sentado, exactamente en la misma parada de colectivo, el niño de doce años empinando un tetrabrick de vino. Y es que a cualquiera que no se haya criado en este sitio le resultaría, no sé si inconcebible, pero seguro muy chocante; y sin embargo, para nosotros ya es cosa cotidiana ver a los chicos arruinándose así. Ahí estaba entonces, Ramiro, con sus doce añitos, con Sócrates y con su cartón de vino tinto. No todos por acá lo conocen muy bien, pues es de esos niños callados, pensativos, de los que no llaman mucho la atención ¿vio?, y créame que acá eso es suficiente para pasar totalmente desapercibido. Pero yo siempre fui de interesarme mucho por las cosas que movilizan un poco el alma, sobre todo por las personas que no le dicen a uno ni una palabra, pero con una mirada le cuentan más de lo que a uno se le hubiera ocurrido preguntar… no tenga duda de que la gente como esa en este barrio no abunda. Pero él es una de esas personas. Así que, aunque nunca hayamos tenido una relación muy cercana, siempre traté de seguirle el rastro y de mantenerme informado sobre la vida del muchacho.


Tenía los ojos medio colorados por el vino esa mañana, y la expresión que siempre tuvo en la cara, que parece que se está por largar a llorar. Y no me vaya a malinterpretar, que si bien le acompañaba siempre la angustia en el rostro, solamente una vez en mi vida le vi derramar algunas lágrimas, y créame que ha vivido desgracias el pobre muchacho. De hecho, yo comencé a reparar en él cuando apenas tenía cuatro o cinco años, y empezó a correr por la cuadra el rumor de que su padre (ya en ese entonces perdido por el alcohol) los fajaba a la madre y al él casi todas las noches, cuando volvía del bar de Carlitos. Y poco tiempo pasó para que los rumores se convirtieran en ruidos de platos rotos, y en discusiones que terminaban siempre con los gritos desesperados de la pobre mujer (que en paz descanse). Y claro, nadie hacía nada. ¿Quién se iba a acercar? ¿Quién iba a denunciar? En este barrio no se manejan esos códigos, oficial, lo que pasa en el hogar de cada uno, ahí se queda y de ahí no sale. Lo sabría bien usted con pasar tan solo un par de días en mi casa: se daría cuenta de que todas las noches se escuchan cosas por las que un hombre como usted, con todo respeto, se orinaría encima. Cuando no son gritos y amenazas, son disparos, cuando no son borrachos matándose a golpes son cristales estallando, cuando no, alguna pobre chica que la agarran entre algunos cuantos y vaya a saber qué cosas le hacen para que grite así… mejor ni averiguarlo mire, que por algo dicen que la curiosidad mató al gato.


Le comentaba entonces que el padre, borracho y mujeriego como pocos, y para colmo violento, se la agarraba contra la pobre familia, y ya le digo, mujer más buena que la madre de Ramirito no he conocido yo en mi vida, y mire que he vivido años. Era chorro de profesión, el padre; había tenido alguna vez un trabajo de albañil o de pintor, alguna changa de esas cada tanto, pero con eso estoy seguro de que no le daba ni para pagarse las cuentas del bar. Y cada tanto se desaparecía unos días del barrio, casualmente cuando algún policía pasaba preguntando por él. La madre traía un par de pesitos a casa, como para que no faltara el pan, de lo poco que le pagaban por ayudar en el almacén de la esquina. Así y todo se las arreglaba para mandar al chico al colegio, los pocos años que duró. Pero por más pan y colegio que hubiera, la pobre mujer no podía evitar que el viejo cuando llegaba se quitara el cinturón o una zapatilla y arremetiera contra madre e hijo por igual.


Fue cuando tenía más o menos seis años que hablé con él la primera vez. Alegre, educado, uno de esos chicos con los que da gusto pasar un rato. Yo tenía por ese entonces una perra vieja que me había quedado encinta, y unos meses después tenía dos cachorritos para regalar. El niño vino a llevarse uno con su madre. Contentísimo se fue, pero me arrepentí toda la vida cuando esa noche escuché al padre castigándolos con más furia que nunca, porque claro, ¿con permiso de quién habían ido a conseguirse un perro…? Pero la noche pasó, y al perro lo mantuvieron. De hecho, nunca hasta esta mañana lo volví a ver a Ramiro separado del ovejero alemán. Sócrates le puso, después de una de esas charlas que tuvo conmigo, en la que le conté sobre el personaje ése, no sé si era un italiano o qué, pero había leído en algún lado que fue el hombre más inteligente del Mundo. Y se ve que al chico le gustó, porque adoptó inmediatamente el nombre para el can, y siempre, desde entonces, le trató de usted.


Un año después de eso, más o menos, fue cuando pasó lo peor. Llegó Ramiro a la casa con Sócrates (volvía de jugar a la pelota, creo) y se encontró la escena de su padre descalzo y en cueros llorando en el suelo, la madre que yacía a su al lado, una botella rota y el vino que se mezclaba con la sangre en un charco. No era en realidad un cuadro que el niño nunca hubiera visto antes, la principal diferencia era que ésta vez la madre ya no respiraba. El padre le dijo que se le había roto la botella y la madre se había resbalado con el vino y se fue a romper la cabeza contra el suelo… El chico tendría siete años, pero no era ningún boludo, con perdón. Siempre supo que había sido el borracho hijo de puta ése el que la mató, pero no dijo una palabra. Resultó ser todo un hombre; si viera la templanza y la madurez con que soportó todo, me daría usted la razón. A tal punto, fíjese, que no derramó una sola lágrima, oficial. Aunque a veces pienso que habría sido mejor que hubiera despedido a su vieja como Dios manda ¿sabe?, yo creo que ese tipo cosas siempre dejan una marca, y a lo mejor influyen mucho en lo que uno termina haciendo de su vida.


Sin ir más lejos, tendría que ver usted las “amistades” que el pobre chico se buscó un tiempo después. Se empezó a juntar con una barra de pibes más grandes que él, que andaban siempre en la plaza frente a la capilla, y nunca sin una cerveza o unos gramos de coca encima. Pibes que roban en su propio barrio, oficial, y que no tienen una sola preocupación en la cabeza más que cuidarse el culo de cada uno y sobrevivir al día. Esas no son amistades para un chico de ocho años, ¿no le parece? Pero Ramiro nunca había sido muy sociable y, la verdad sea dicha, nunca le conocí un amigo “normal”. Encima fue por esa época que dejó de ir al colegio, entre otras cosas porque el padre no podía ni pagar su propia deuda en lo de Carlitos; mucho menos, imagínese, podría mantener apropiadamente al chico. Viéndolo así, se entiende que el muchacho haya empezado a salir a robar; aunque, créame, yo sé que le duró poco.


Una noche de invierno hace un par de años, estaba con uno de los pibes esos que le digo, tratando de abrir un coche para llevarse vaya uno a saber qué, y yo no sé si habrá saltado la alarma o qué, la cosa es que los dueños del coche andaban por ahí, los vieron, y los empezaron a correr. El otro pibe salió rajando sin mirar ni una vez para atrás y se escapó. Ramiro intentó seguirlo, pero no tuvo tanta suerte: lo agarraron entre los dos tipos, y lo molieron a palos. No se da una idea, oficial, de cómo dejaron al pobre chico. Yo no sé qué clase adulto es capaz de pegarle así a una criatura. A tal punto, mire, que estoy seguro de que si Sócrates no saltaba ahí y le arrancaba la nariz de un mordisco a uno de los tipos, a Ramiro lo mataban ahí nomás, a puño limpio. Esa cicatriz horrible que tiene en la mejilla ¿la vio?, se la hicieron esa noche. Estuvo dos semanas en el hospital, todo vendado, y le juro que el único que se quedó ahí con él todo el tiempo fue el perro. No lo querían dejar entrar, claro, pero uno de los enfermeros era conocido mío y lo convencí. Y menos mal, porque con la compañía que le hizo el padre, el pibe se hubiera muerto de solo. Yo fui a verlo un par de veces también, pero bueno, tenía que trabajar, así que tampoco podía quedarme mucho con él.


Igual pasamos algún tiempo juntos, y pudimos charlar mucho sobre algunas cosas. El ya tenía diez años pero parecía de veinte por la cabeza que tenía, no le jodo. Un muchacho muy inteligente, muy sabio. Me acuerdo de cómo le había quedado dando vueltas en la cabeza el “te voy a matar” que le repetía uno de los tipos que le pegó. En realidad, no tanto por ese momento en particular, sino por la cantidad de veces en que se lo habían dicho en su vida, como si la frase lo hubiera marcado más aún que la imagen de la madre muerta. Me contó de las innumerables veces en que se la había dicho el padre, mientras lo fajaba, o los compañeros del colegio. “Te voy a matar”. Hasta una maestra, cuando lo encontró masturbándose en el baño de la escuela a los ocho años. ¿Cómo puede no influir mal eso en un chico, oficial? La verdad es que me daba una lástima…


Después de que salió del hospital, Ramiro era como un fantasma en el barrio. Se lo veía pasearse con Sócrates, volviendo de pedir monedas en la estación del tren o de alguna que otra changuita que se buscaba para ganarse dos o tres pesitos. Fue por esa época que empezó a tomar. Yo supongo que la primera vez le habría afanado alguna botella al padre, que, dicho sea de paso, ya no le podía pegar ni a una mosca. Había quedado medio tarado y tenía el cuerpo a la miseria; el alcohol le había consumido la vida ya. Escupía sangre… la verdad, si no conociera su pasado, habría sentido mucha lástima por el tipo. La cuestión es que Ramiro había empezado a tomar, y entre el año pasado y éste, yo lo veía siempre a la tardecita volver del lado del norte con el perro siguiéndolo, un tetrabrick en una mano y la otra en el bolsillo. Siempre cabizbajo. La verdad es que nunca más volvimos a charlar mucho, así que no se exactamente qué hacía de su vida y qué cosas pasaban por su cabecita esos días.


De hecho, tengo que admitir que casi me había olvidado de él hasta lo de ayer a la mañana. Estaba, como le dije, sentado ahí en la parada del colectivo con su vino y los ojos colorados, y Sócrates ladraba y corría alrededor como loco, persiguiendo unas palomas que había por ahí. No sé si estaba esperando el colectivo o simplemente se había tirado ahí a pasar el rato. Yo justo salía de mi casa e iba para el trabajo cuando lo vi. Lo saludé de lejos con la mano, pero, si me vio, no se molestó en devolverme el saludo. Así que empecé a caminar para el otro lado, y no habría dado más de diez o quince pasos cuando escuché los gritos del chico llamando al perro (“¡Sócrates! ¡Sócrates, venga para acá!”), y al mismo tiempo, el ruido de la frenada. Obviamente volví hacia atrás, y lo vi al perro ensangrentado y desparramado por los adoquines con las tripas por afuera, abajo del colectivo, y a Ramiro parado justo en frente, al punto que si frenaba un metro después, el pibe tampoco la contaba, no le jodo. Estaba parado, duro, y por primera vez en la vida, le chorreaban las lágrimas por el rostro. Al cabo de unos segundos, el colectivero se asomó y le gritó: “Pibe, ¿te vas a subir o te vas a correr?”. Ramiro se refregó un poco los ojos, se acercó muy despacio a la ventanilla del chofer, y con la voz quebrada le dijo: “Señor, era mi perro, ese que acaba de pisar”. “Disculpá, pibe”, le contestó el otro, y arrancó nomás. Ahí recién se dio vuelta, y me vio del otro lado de la calle. Estaba desconsolado, oficial, imagínese. Y yo me olvidé del laburo y de todo. Crucé y lo ayudé a levantar al perro; lo llevamos como pudimos, porque ya estaba medio desarmado ¿vio?, y lo enterramos en el predio que está a la vuelta de mi casa. Estuve un buen rato intentando darle charla pero el chico no abrió la boca en toda la tarde, y a la tardecita yo me fui a hacer el turno nocturno en la fábrica, porque sino ya me rajaban ¿sabe? Me habría gustado poder quedarme un poco más con él. A lo mejor hasta podía evitar toda esta situación… pero bueno, lo que pasó, pasó, y ya no se lo puede cambiar.





















Eso es todo lo que le puedo decir con seguridad, oficial. Cuando yo llegué del trabajo hoy a media mañana, ya estaban todos ustedes por ahí buscando testigos y eso. Por el padre del pibe ni se moleste, que ya hace un par de semanas que nadie lo ve por el barrio, y tenga por seguro que no se va a aparecer por acá. Lo demás son todas suposiciones. No creo ni que haya dormido, debe haber estado esperando toda la noche despierto en la parada, vino mediante, hasta que el colectivo volviera a pasar esta mañana, haciendo el mismo horario y recorrido de todos los días. El cuchillo con el que mató al chofer lo debe haber agarrado de la casa, porque es un tramontina de cocina común y corriente según me dijeron… Mire, yo sé que es serio lo que hizo, pero trate de tener en cuenta lo que le conté, le doy mi palabra de que no le dije una sola mentira. Si lo conociera, entendería usted su conducta en cierto modo. No es que yo diga que está bien lo que hizo, por Dios que no es eso lo que pienso. Lo que quiero decir es que, en el fondo, es un buen muchacho. Usted me entiende ¿no? Si no, tenga por seguro lo que le digo, que soy un hombre viejo y yo también tuve una vida dura: a como son las cosas en donde me crié, a veces es preferible un perro fiel a todos los amigos del Mundo.

Si, ya sé, se hace tarde. Yo tampoco dormí hoy. No sé porqué gasté tanta saliva en esto, si al fin y al cabo, no van a cambiar mucho las cosas por lo que yo diga o deje de decir. Le pido mil disculpas por haberme prolongado tanto en el relato. ¿Sabe qué pasa, oficial? Creo que yo soy la única persona en el barrio que conoce de verdad al pobre muchacho, y me resulta un poco triste saber que tanto para ustedes como para el juez como para los diarios y, al fin y al cabo, para todo el mundo, Ramiro de hoy en más va a ser simplemente “el pibe de doce años que asesinó a un colectivero”.

miércoles, 27 de agosto de 2008

Madrugada de otro domingo porteño.




Desde lejos sos una figurita oscura recortada sobre la vereda contra el cielo blanco leche del primer rayo de sol de madrugada. Una figurita oscura con las manos en los bolsillos, a la que desde lejos no se le ven las lágrimas colándose por entre los párpados y los dientes apretados. Es domingo ya. La euforia del sábado a la noche hace rato fue devorada por el letargo implacable de la tarde que se viene. Hace un frío de esos que te cortan la piel. Los pibes se van a dormir borrachos a esta hora los domingos. Y ella está en alguna parte de la ciudad arriba de algún colectivo, pero muy lejos. Y más lejos a cada segundo que le dedicás al tiempo para pensar en ella.
A lo mejor está llorando, también. No sabés.
Puede ser que no.

¿Y si no? Entonces las lágrimas te inundan totalmente las córneas y el barrio. Y a pesar de la fuerza que hace el pecho para adentro, hasta se te escapa algún gemido. O por ahí justamente por eso. Igual, que vergüenza. Menos mal que no hay una puta alma afuera, porque, como te digo, hace un frío tan penetrante que hasta los perros de la calle se guardan entre la basura buscando abrigo. Los primeros cristianos se levantan a eso de las ocho los domingos. Falta todavía. Y con este frío, a lo mejor hasta se quedan un rato más en la cama y van a la otra misa. Así que podés seguir llorando y gimiendo y pateando piedritas tranquilo un par de horas si querés, o hasta que se te pase la rabia, o lo que sea que estás sintiendo ahora. Esa mezcla deforme... pasta cruda de sentimientos indescifrables. Pero rabia hay. Y angustia, seguro, de esa tenés siempre. Un poco de miedo y otro tanto de bronca. Pero lo más raro es eso que te está haciendo llorar así ahora. Ese equilibrio exacto entre todas las sensaciones que hace que no caigas del todo en ninguna y las trasciende a todas en una armonía que de a momentos hasta llega a un pico de una curiosa... ¿alegría? Bah, no sabés como llamarla. Yo tampoco. Pero sabés de que te hablo. Eso que hace que te veas desde afuera: llorando, con el ceño fruncido, aspirando los mocos, tropezándote con el cordón, con los puños apretados en los bolsillos. Y cuando te abstraes y pasas a ser la figurita oscura caminando con el sol de la mañana, todo toma un tinte hasta gracioso... o irónico, más bien; pero gracioso al fin. Porque al mismo tiempo estás adentro y no podés escaparle del todo a ese deseo de cruzarte con alguien sólo por las ganas de partirle la cabeza. Hay que ser sabio para reírse así de uno mismo.

Igual ya estás cerca de casa, unas cuadras nomás. Vas a llegar y comer algo. Hasta te podés dar una ducha y lavarte las lágrimas y los mocos y la tierra de las manos. Y cuando te acuestes te vas a olvidar por un rato de la tristeza. O por lo menos del frío (que frío, laputamadrequeloparió) y del cansancio.

Y hoy podés dormir todo el día, es domingo.
Una dimensión aislada del fluir de la semana.
No existe el tiempo los domingos.
Y el espacio se limita demasiado.




Y ella ya debe estar llegando a casa también. Si, no la quise mencionar mucho, pero sé que en todo este tiempo sólo estuviste pensando en ella. No la vas a ver en mucho tiempo, parece. ¿Llorará?
¿Estará pensando en vos al menos...?

Esta mierda de ser siempre uno y no saber nunca absolutamente nada de todo lo que pasa por afuera.


La rutina no viene a ampararnos los domingos. La libertad extrema angustia, y el vacío interno cobra mucha fuerza. Si no te gusta el fútbol, cagaste.
Mucha gente se suicida los domingos.





















(pero vos sos un cagón)









No comiste, no te desvestiste, no te bañaste. Llegaste y te tiraste sucio y frío arriba de la cama deshecha; y mordiste la almohada, entre saliva y lágrimas, hasta el lunes a la madrugada.

lunes, 11 de agosto de 2008

Una ventana al inconsciente.

Tengo a veces sobre mi cabeza una ventana al inconsciente de alguien más, y cada vez que la recuerdo, me incorporo y me asomo a ella, y paso horas preguntándome si el mío se parecerá en algo a ese desierto de arenas grises y amarillas bajo un cielo cuyo azul se va volviendo más pesado y más eléctrico a cada centímetro que se eleva sobre el suelo.
Y sobre un pequeño hombrecillo de plástico, que se desgarra en un abrazo solitario contra el mármol frío de la ausencia del objeto de su afecto, toma forma un rostro inmenso de una piel suave y arrugada, sin boca, sin ojos, sin cabellos; sólo un cráneo deforme y alargado envuelto en piel. Muerto, como dormido, y sus largas pestañas cosquillean a los insectos que se alimentan de su muerte.
Ya llegando al cuello, la cabeza deriva todo su peso a un pedestal gris metálico, que expulsa unas raíces azules que se clavan profundamente en la arena y mantienen al cráneo fijo en su posición, e inerte frente a todo el caos rabioso que lo rodea, al punto que es ese rostro lo único en todo el paisaje que se mantiene estático y armoniza la explosión de movimiento, viento seco, piedras, sangre, arena y hombres ciegos y pequeños caminando en círculos por el desierto.

Del otro lado de la cabeza, la nuca se derrite en un lago de piel líquida del cual emerge, del pecho para arriba, la figura de una mujer terrible y hermosa. Terriblemente hermosa, porta un lirio blanco entre los senos, los ojos apaciblemente cerrados, y unas venas azules por las cuales circula un pútrido y salado veneno decoran su rostro. Sus cabellos se enredan en el viento salvaje de arena y aire, y su nariz acaricia suavemente el sexo metálico de un hombre cuyas piernas, viriles y manchadas de sangre, emergen también del lago de piel pastosa y sirven de apoyo al hombro de la mujer hermosa, que se recuesta sobre ellas y respira sexo, y el hombre se consume en deseo.


Los minutos estallan, el tiempo se licua, el viento desintegra el aire. Los hombrecillos grises se pasean, ciegos, erráticos, se chocan, se odian, se besan. Dios. Puro y sagrado arbitrio. Las piedras se hunden en la arena y la Muerte se eleva por sobre todos los insectos. El cielo de azul pasó a negro, y ahora la arena es roja, y sus granos son aún más pesados y cortantes. El aire pesa, duele.
La mujer corre sus párpados y descubre dos globos de carne seca, chamuscada, y su boca se abre dando lugar a una lengua muy fina y una fila de dientes filosos y alargados que se clavan en una mordida carnívora, y arrancan los metálicos genitales en una euforia asesina, para hundirse luego en la piel acuosa para siempre.
El sexo mutilado se condensa y estalla en una catarata de sangre potente que se cuela por la nuca y revitaliza el cráneo; y la fuerza de su chorro empuja el lirio desnudo, que desciende despacio por el aire hasta cubrir y cobijar al hombrecillo ciego, solitario, desgarrado, angustiado y plástico, que ni por un solo instante dejó de abrazar el mármol.















En el último segmento de la línea del horizonte, un anciano contempla la escena, petrificado, de la mano de un niño.

miércoles, 25 de junio de 2008

Necrofilia (Metáforas III)

Hay un cadáver debajo de mi cama
que aparece durante las noches
en el sordo silencio del cuarto
y tiñe el aire oscuro y estéril
de densos vapores
pútridos.


Hay un cadáver debajo de mi cama
que se revuelca entre el polvo y
las costras que se desprenden
de su piel reseca y muerta
y llora tristes lágrimas
de sal pura.


Hay un cadáver debajo de mi cama
hace ya un tiempo abrió sus venas
con sus dientes, y ahora espera
acurrucado en la penumbra
del olvido, ahogando un
grito en sangre
seca.


Hay un cadáver debajo de mi cama
que se fuma todos mis cigarrillos
con su aliento de diezmil años
de muerto, con sus labios
agrietados y su lengua
de desierto.


Hay un cadáver debajo de mi cama
despierta al apagarse las luces, y
quiebra el silencio del cuarto:
me pregunta en un susurro
si podría hacerle el favor
de matarme
por él.






Hay un cadáver debajo de mi cama
que se sienta en silencio a mi lado
durante el momento más oscuro
de la noche y extiende su mano
seca muerta, agusanada mano
y, mientras yo estoy dormido
el cubre con suaves caricias
mis cabellos, mis mejillas






y mi cuerpo.
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miércoles, 18 de junio de 2008

Yendo hacia adentro.

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You don't throw your life away going inside. You get to know who's watching you, and who besides you resides. In your body, where you're slow, where you go doesn't matter cause there will come a time when time goes out the window. And you'll learn to drive out of focus.

I'm you.

And if anything unfolds It's supposed to. You don't throw your time away sitting still. Im in a chain of memories, It's my will. And I had to consult some figures of my past. And I know someone after me will go right back. I'm not telling a view. I've got this night to unglue. I moved this fight away, by doing things there's no reason to do.

sábado, 7 de junio de 2008

Repetidas tristes veces pienso qué sería de mi alma si no estuvieras tu a mi lado, tu para darme sonrisas tu para leer mis ojos tu para decir "te amo", tu para cubrirme en besos tu para torcer el tiempo tu para sentir tu cuerpo tu para romper mis miedos tu para cortar la angustia del eterno pensamiento, tu para enseñarme un mundo tan hermoso como el cielo un cielo puro de verano en una noche de una luna y un derroche de minúsculas estrellas que dibujan todas bellas un acogedor refugio para dos enamorados que se besan refugiados y lo único que logran a través de cada instante es volver a enamorarse; luego esbozo una sonrisa y aparezco despertándome a tu lado, a tu lado despertando, a tu lado descubriendo que a tu lado la vigilia es mi sueño más soñado.