miércoles, 27 de agosto de 2008

Madrugada de otro domingo porteño.




Desde lejos sos una figurita oscura recortada sobre la vereda contra el cielo blanco leche del primer rayo de sol de madrugada. Una figurita oscura con las manos en los bolsillos, a la que desde lejos no se le ven las lágrimas colándose por entre los párpados y los dientes apretados. Es domingo ya. La euforia del sábado a la noche hace rato fue devorada por el letargo implacable de la tarde que se viene. Hace un frío de esos que te cortan la piel. Los pibes se van a dormir borrachos a esta hora los domingos. Y ella está en alguna parte de la ciudad arriba de algún colectivo, pero muy lejos. Y más lejos a cada segundo que le dedicás al tiempo para pensar en ella.
A lo mejor está llorando, también. No sabés.
Puede ser que no.

¿Y si no? Entonces las lágrimas te inundan totalmente las córneas y el barrio. Y a pesar de la fuerza que hace el pecho para adentro, hasta se te escapa algún gemido. O por ahí justamente por eso. Igual, que vergüenza. Menos mal que no hay una puta alma afuera, porque, como te digo, hace un frío tan penetrante que hasta los perros de la calle se guardan entre la basura buscando abrigo. Los primeros cristianos se levantan a eso de las ocho los domingos. Falta todavía. Y con este frío, a lo mejor hasta se quedan un rato más en la cama y van a la otra misa. Así que podés seguir llorando y gimiendo y pateando piedritas tranquilo un par de horas si querés, o hasta que se te pase la rabia, o lo que sea que estás sintiendo ahora. Esa mezcla deforme... pasta cruda de sentimientos indescifrables. Pero rabia hay. Y angustia, seguro, de esa tenés siempre. Un poco de miedo y otro tanto de bronca. Pero lo más raro es eso que te está haciendo llorar así ahora. Ese equilibrio exacto entre todas las sensaciones que hace que no caigas del todo en ninguna y las trasciende a todas en una armonía que de a momentos hasta llega a un pico de una curiosa... ¿alegría? Bah, no sabés como llamarla. Yo tampoco. Pero sabés de que te hablo. Eso que hace que te veas desde afuera: llorando, con el ceño fruncido, aspirando los mocos, tropezándote con el cordón, con los puños apretados en los bolsillos. Y cuando te abstraes y pasas a ser la figurita oscura caminando con el sol de la mañana, todo toma un tinte hasta gracioso... o irónico, más bien; pero gracioso al fin. Porque al mismo tiempo estás adentro y no podés escaparle del todo a ese deseo de cruzarte con alguien sólo por las ganas de partirle la cabeza. Hay que ser sabio para reírse así de uno mismo.

Igual ya estás cerca de casa, unas cuadras nomás. Vas a llegar y comer algo. Hasta te podés dar una ducha y lavarte las lágrimas y los mocos y la tierra de las manos. Y cuando te acuestes te vas a olvidar por un rato de la tristeza. O por lo menos del frío (que frío, laputamadrequeloparió) y del cansancio.

Y hoy podés dormir todo el día, es domingo.
Una dimensión aislada del fluir de la semana.
No existe el tiempo los domingos.
Y el espacio se limita demasiado.




Y ella ya debe estar llegando a casa también. Si, no la quise mencionar mucho, pero sé que en todo este tiempo sólo estuviste pensando en ella. No la vas a ver en mucho tiempo, parece. ¿Llorará?
¿Estará pensando en vos al menos...?

Esta mierda de ser siempre uno y no saber nunca absolutamente nada de todo lo que pasa por afuera.


La rutina no viene a ampararnos los domingos. La libertad extrema angustia, y el vacío interno cobra mucha fuerza. Si no te gusta el fútbol, cagaste.
Mucha gente se suicida los domingos.





















(pero vos sos un cagón)









No comiste, no te desvestiste, no te bañaste. Llegaste y te tiraste sucio y frío arriba de la cama deshecha; y mordiste la almohada, entre saliva y lágrimas, hasta el lunes a la madrugada.

lunes, 11 de agosto de 2008

Una ventana al inconsciente.

Tengo a veces sobre mi cabeza una ventana al inconsciente de alguien más, y cada vez que la recuerdo, me incorporo y me asomo a ella, y paso horas preguntándome si el mío se parecerá en algo a ese desierto de arenas grises y amarillas bajo un cielo cuyo azul se va volviendo más pesado y más eléctrico a cada centímetro que se eleva sobre el suelo.
Y sobre un pequeño hombrecillo de plástico, que se desgarra en un abrazo solitario contra el mármol frío de la ausencia del objeto de su afecto, toma forma un rostro inmenso de una piel suave y arrugada, sin boca, sin ojos, sin cabellos; sólo un cráneo deforme y alargado envuelto en piel. Muerto, como dormido, y sus largas pestañas cosquillean a los insectos que se alimentan de su muerte.
Ya llegando al cuello, la cabeza deriva todo su peso a un pedestal gris metálico, que expulsa unas raíces azules que se clavan profundamente en la arena y mantienen al cráneo fijo en su posición, e inerte frente a todo el caos rabioso que lo rodea, al punto que es ese rostro lo único en todo el paisaje que se mantiene estático y armoniza la explosión de movimiento, viento seco, piedras, sangre, arena y hombres ciegos y pequeños caminando en círculos por el desierto.

Del otro lado de la cabeza, la nuca se derrite en un lago de piel líquida del cual emerge, del pecho para arriba, la figura de una mujer terrible y hermosa. Terriblemente hermosa, porta un lirio blanco entre los senos, los ojos apaciblemente cerrados, y unas venas azules por las cuales circula un pútrido y salado veneno decoran su rostro. Sus cabellos se enredan en el viento salvaje de arena y aire, y su nariz acaricia suavemente el sexo metálico de un hombre cuyas piernas, viriles y manchadas de sangre, emergen también del lago de piel pastosa y sirven de apoyo al hombro de la mujer hermosa, que se recuesta sobre ellas y respira sexo, y el hombre se consume en deseo.


Los minutos estallan, el tiempo se licua, el viento desintegra el aire. Los hombrecillos grises se pasean, ciegos, erráticos, se chocan, se odian, se besan. Dios. Puro y sagrado arbitrio. Las piedras se hunden en la arena y la Muerte se eleva por sobre todos los insectos. El cielo de azul pasó a negro, y ahora la arena es roja, y sus granos son aún más pesados y cortantes. El aire pesa, duele.
La mujer corre sus párpados y descubre dos globos de carne seca, chamuscada, y su boca se abre dando lugar a una lengua muy fina y una fila de dientes filosos y alargados que se clavan en una mordida carnívora, y arrancan los metálicos genitales en una euforia asesina, para hundirse luego en la piel acuosa para siempre.
El sexo mutilado se condensa y estalla en una catarata de sangre potente que se cuela por la nuca y revitaliza el cráneo; y la fuerza de su chorro empuja el lirio desnudo, que desciende despacio por el aire hasta cubrir y cobijar al hombrecillo ciego, solitario, desgarrado, angustiado y plástico, que ni por un solo instante dejó de abrazar el mármol.















En el último segmento de la línea del horizonte, un anciano contempla la escena, petrificado, de la mano de un niño.