lunes, 24 de noviembre de 2008

El espantoso forúnculo del señor Tordetti.





Aquella mañana, como todas las mañanas, el señor T. se levantó de la cama en un salto nervioso, a las 5, y corrió a silenciar los chirridos insoportables del despertador; pero a diferencia de todas las mañanas, aquella mañana no se oían a sus espaldas los gruñidos ininteligibles de la señora T. diciendo que le iba a tirar ese aparatito infernal por la cabeza. Ese fue el primer indicio de que algo extraño parecía estar ocurriendo, y que terminó de ser confirmado instantáneamente, cuando el señor T. giró la cabeza y descubrió que, por primera vez en treinta y ocho años, su esposa no sólo no estaba ocupando las tres cuartas partes de su cama matrimonial entre ronquidos y ruleros como siempre, sino que no se encontraba en el cuarto en absoluto. Recién ahí el señor T. se percató de que había dormido excepcionalmente cómodo esa noche, como no recordaba haber dormido en mucho tiempo, y se preguntó extrañado dónde estaría su señora.

Fue primero al baño, se dio una fugaz ducha de agua fría y se cepilló los dientes, se afeitó con una lentitud insoportable y descubrió con cierto desagrado que en el transcurso de la noche le había crecido un forúnculo terrible en el medio de la cabeza pelada, coronando burlonamente las arrugas de la frente. Se vistió despacio, meticulosamente como todas las mañanas. Se puso el traje gris, dejó el saco colgado al lado de su Corbata de los Lunes, y se dirigió a la cocina para desayunar. Su mujer tampoco estaba allí. El señor T. preparó su café con la misma delicadeza de todas las mañanas, le puso cinco precisos centímetros cúbicos de leche y una cucharada y media (exactamente media) de azúcar. Desayunó tranquilamente su café mientras intentaba colocar la radio en la frecuencia del noticiero matutino de las seis, pero no pudo lograr que el aparato emitiera otra cosa que una interferencia descomunal que se alternaba secuencialmente con un silencio de cripta. El señor T. detestaba no salir informado al trabajo, y más aún detestaba la idea de que su radio, compañera de desayuno por décadas, estuviera averiada. Pero terminó de desayunar impasible, se levantó del asiento, lavó la taza de café y se dirigió al living a buscar su portafolios. De paso dedicó una corta mirada de rastrillaje a su alrededor para descubrir que su señora tampoco se hallaba allí, quedando así descartados todos los ambientes de la casa. Guardó todos sus papeles en el portafolios, se cepilló los dientes cuidadosamente por segunda vez en el día, se puso la corbata tres veces hasta lograr el nudo perfecto, se echó el saco a los hombros, tomó su portafolios y salió del departamento. Bajó los doce pisos por el ascensor sin cruzarse con nadie, y salió a la calle.

Se dirigió primero al quiosco de diarios de R. para comprar la prensa del día, y se llevó la desagradable sorpresa de encontrarlo cerrado, cosa que nunca -creía recordar- había visto desde que el quiosco existía. Más extraño le resultó el escaso tránsito de la avenida Corrientes (de hecho, más que escaso, completamente nulo). Y más aún que la ausencia total de vehículos, le resultó extraño el hecho de que no hubiera nadie (y por nadie, entiéndase Absolutamente Nadie) en la calle, ni gente ni niños ni ruido ni vagos ni nada. Esperó sin embargo ante el semáforo, imperturbable, para cruzar cuando éste se lo permitiera. (Por un instante le pasó por la cabeza la osadía de cruzar por el medio de la calle y sin mirar, pero la sola idea le causó un vértigo tal que casi deja caer su portafolios).

Ya del otro lado, caminó las cinco cuadras solitarias que lo separaban de las oficinas de la compañía de teléfonos, donde había trabajado los últimos cuarenta años de su vida. La mañana se avecinaba un poco nublada, y el señor T. maldijo su radio averiada y su negligencia de salir de casa sin un paraguas. Su olvido le ofuscó durante un rato y le impidió reflexionar sobre la poca vida presente en las cuadras caminadas. Vida que, en el sentido técnico de la palabra, se reducía simplemente a los árboles que adornaban la avenida, y al señor T. mismo, como una sombra insignificante, un puntito negro perdido en el vasto y gris desierto de concreto y vidrio. Ni palomas había sobrevolando el nublado cielo porteño, ni personas hormigueando insoportables en torno al Obelisco. Ni siquiera una, con excepción, claro está, de nuestro distraído señor T., que en ese momento dejaba de reprocharse a sí mismo por el descuido imperdonable de haber salido de su casa sin paraguas un día nublado, y entraba en el quiosco de al lado de la oficina para comprar los acostumbrados caramelos de miel y menta. Cosa llamativa: el quiosco estaba abierto, las luces encendidas y el mostrador en perfecto orden, pero faltaba el quiosquero que completaba el paisaje habitual. Tampoco había clientes. El señor T. esperó aproximadamente dos minutos antes de llamar por primera vez; -¿Hola? ¿Hay alguien?- Silencio. Miró de reojo su reloj y descubrió que estaba a cinco minutos de llegar tarde a su puesto. Los nervios comenzaron a asediarlo y llamó con más fuerza, casi violento esta vez, al quiosquero; dos veces, tres; se retorcía por dentro de la furia, observó el paquete exacto de pastillas que quería, y el abismo institucional que lo separaba de poder saborearlos. Despacio, muy despacio, comenzó a alzar la mano y a acercarla hacia la sección de los caramelos, y con un cuidado y una lentitud exasperantes fue apuntando hacia el preciosísimo paquete, que relucía entre las demás pastillas como un diamante rodeado de barro. La mano comenzó a temblarle cuando se hallaba a escasos centímetros –vergonzosos por lo escasos- del tesoro. El pulso le subió súbitamente, dificultándole la respiración, y la cara le pasó de rosa a roja en cuestión de segundos. Alejó la mano rápidamente y la metió en su bolsillo. Volvió a llamar, esta vez tímidamente, mientras miraba el reloj y descubría con espanto que faltaba un minuto para que comenzara su turno. Salió corriendo del quiosco y entró en el edificio de teléfonos, y por primera vez en cuarenta años de servicio, el señor T. no llegó a trabajar cinco o diez minutos antes, como era habitual, sino que arribó a su escritorio quince segundos después de lo debido.

A usted quizá ya no le llame poderosamente la atención a esta altura, pero es mi deber hacerle saber que tampoco en el edificio de teléfonos el señor T. se cruzó con persona alguna. Claro que no reparó en ello al entrar, desesperado como estaba ante la sola idea de esa tardanza imperdonable. Llegó a su escritorio, sacó velozmente todos los expedientes con los que trabajaría ese día y los ordenó sobre su escritorio con una euforia neurótica; los clasificó por orden alfabético, en forma de “L” alrededor del ángulo del escritorio opuesto a la ventana, dejó libre el espacio exacto en el centro para ir pasándolos uno a uno, y el cuadradito libre justo al costado para ir apilando los terminados. Recién cuando finalizó esa tarea el señor T. observó alrededor para descubrir que nadie había concurrido a trabajar ese día; no se oía el infernal sonido de los teléfonos sonando y las computadoras zumbando, ni el de las decenas de personas corriendo y chocándose apuradas por entre los cubículos para llegar a llevar vayasaberqué a vayasaberdónde. Pero no se perdió largo rato en la contemplación de la insólita tranquilidad de su oficina, y comenzó a hurgar entre los papeles que habrían de entretenerlo ese día, ya más aliviado.


Como habrá usted inferido si ha prestado alguna atención a este relato (cosa que yo le agradezco efusivamente), el señor T. era extremadamente severo consigo mismo, no tanto por deseos bien definidos de autosuperación, sino más bien por una necesidad imperante e inexplicable de cumplir a los pies de las letras con los rituales cotidianos de su inalterable rutina. No había sido partidario de los grandes cambios en su vida: había vivido evitando lo más posible su gigantesca y rotunda esposa (cómo y cuándo se casó con ella, aún a mí me resulta un misterio), nunca fue de hacer muchos amigos (ni siquiera en sus días de estudiante), y hasta le había agradecido al Dios (si bien no era lo que se dice estrictamente un “creyente”) cuando se descubrió que su esperma era genéticamente inadecuado para engendrar niños. En resumidas cuentas, era miedoso; y por miedoso, meticuloso hasta la médula. Más allá de eso, soportaba su pequeña vida con un pesimismo y un estoicismo dignos de ser elogiados y aprehendidos por cualquier persona que habitase en este mundo en esta época.


Y para hacer honor a ese estoicismo y a esa meticulosidad –y tal vez para excusarse (consigo mismo, puesto que ni su jefe parecía haber ido a trabajar ese día) por el horrendo desliz que cometió al llegar tarde a su oficina- el señor T. terminó su trabajo con una rapidez y una precisión notables, una hora antes de que terminara su turno. Pasó esa hora sentado inmóvil y en silencio en medio de una oficina desierta, en un edificio evidentemente desierto, en una ciudad aparentemente desierta. A las cuatro de la tarde concluían las nueve horas de trabajo diarias del señor T., y cuando se hizo la hora exacta, aguardó quince segundos antes de levantarse efectivamente de su asiento y retirarse de las oficinas, mucho más tranquilo que al llegar, tanto por la eficacia de su trabajo como por el hecho de que el clima no requeriría necesidad de paraguas alguno: la tarde estaba soleada y agradable.

Decidió ir a tomar un café al bar que estaba frente a las oficinas para despejar un poco su cabeza y ver la repetición del partido del domingo en el televisor. Entró y se sentó en la mesa de siempre, la más cercana al baño (teniendo, por supuesto, todas las mesas vacías y a su disposición), y esperó largo rato a que algún mozo reparara en él. Tardó un tiempo en comprobar que el bar no sólo carecía absolutamente de clientes, sino que tampoco parecía tener ningún tipo de personal. Se acercó al mostrador y llamó a viva voz, y volvió a sentarse en la mesa escogida. Cuando ya había pasado casi una hora, se levantó y salió del lugar indignado (dejando antes cincuenta centavos de propina en la mesa; ¿cómo iba a dejar los dos pesos habituales frente a esa falta de servicio y de respeto?).

El camino de vuelta a casa se le hizo muy corto. Comenzaba a extrañarle de a poco el no haberse cruzado con ninguna persona en todo el día (se le hizo patente cuando pasó frente al quiosco de R. y comprobó que seguía cerrado) y se preguntaba qué podría haber ocurrido, si es que de hecho había ocurrido algo. Corría un viento leve entre las calles, que agitaba la melodía de las copas de los árboles como cascabeles inmensos (melodía que suplantaba el habitual ajetreo de bocinas, de motores y de gritos de peatones que le acompañaba todos los días en su paseo por las calles del centro). Llegó finalmente a su casa para descubrir que su esposa no había regresado de dondequiera que hubiera ido, y empezó a pensar que no contaría con su presencia para cenar esa noche.



En vistas de que iba a comer solo, decidió darse el gusto de preparar una tortilla a la española, toda para él. Ya se regodeaba en el sabor del huevo y el aceite mientras se dirigía al baño para lavarse las manos, y al ver allí su rostro en el espejo se le dibujó una inevitable –aunque discreta- sonrisa. ¡Casualidad Divina! ¡He aquí que ha desaparecido la humanidad entera justo en el día en que, siendo de otro modo, todos se habrían detenido a contemplar descaradamente mi vergonzoso forúnculo!

martes, 4 de noviembre de 2008

Declaración de principios.






I.- Todo posee una causa.


II.- No somos Nada.


III.- El hecho de que todo posea una causa no implica que una cosa sea causa de todo (si bien no lo niega).


IV.- Todo es relativo (y esto es absoluto).


V.- Si la verdad se define como relación de correspondencia con el mundo, no existe ni existirá verdad hasta que se determine específicamente qué es el mundo.


VI.- El cuerpo es un momento; el alma es un concepto.


VII.- El mundo no es fundamento ontológico del lenguaje así como el lenguaje no es correlato gnoseológico del mundo.


VIII.- El mundo es caos porque todo obedece una causa.


IX.- Lo que abunda no daña.


X.- La negación de la vida no implica la muerte.


XI.- El todo es mayor que la suma de las partes, pero menor que el cuadrado de la derivada del producto escalar de sí mismo por un tercio de las partes.