miércoles, 17 de diciembre de 2008

Notas sobre la vida de Pirrón de Elis.

 


La pregunta acerca de si Pirrón de Elis, hijo de Plistarco, poseía extraordinarios dotes filosóficos o si, más bien, padecía de un severo cuadro de esquizofrenia (o algún otro tipo de delirio alucinatorio similar) continúa siendo una cuestión que ha quedado sin zanjar en las investigaciones de la historia del Mundo Antiguo. Su vida se halla envuelta en misterios insondables; su figura es tan desconocida e influyente a la vez, que sólo puede compararse con la de pocos -poquísimos- hombres excepcionales en la historia (hombres sobre los cuales la duda entre su genialidad o su inigualable locura es igualmente válida), como Sócrates o Jesús, el Cristo. En efecto, Pirrón no dejó palabra escrita alguna, siendo todo lo que sabemos de él referencias aisladas de sus seguidores. Sí sabemos que jamás se propuso fundar una doctrina en sentido estricto, haciéndolo más bien por accidente; y, sin embargo, su doctrina es la no-doctrina por excelencia, pues Pirrón de Elis fue el primer filósofo en practicar una absoluta suspensión del juicio, lo que lo convirtió en el fundador del escepticismo. Coronó esta audacia con una estrechísima consistencia entre pensamiento y acción, al punto que la fidelidad de su conducta a su postura teórica fue de una subordinación casi absoluta.
Cuenta Diógenes Laercio que Pirrón fue durante su juventud pintor (oficio en el que no se destacó particularmente) y se inclinó más tarde hacia la filosofía bajo las enseñanzas de Brisón, nutriéndose más tarde de influencias de las filosofías orientales, de los gimnosofistas hindúes y de los magos. Sus estudios le llevaron a concluir que ante aparentemente todas las cuestiones existen diversos discursos contrarios igualmente válidos. A partir de estas circunstancias Pirrón decidió comenzar la práctica de la epoché, es decir, la completa suspensión del juicio, siendo que a partir de ese momento filosofó siempre nobilísimamente, sin aferrarse a nada y sin rehusar de nada, admitiendo que todas las cosas son igualmente indiferentes, inestables e indeterminadas, y que todo surge por convención de los hombres. A partir de ello, este singular personaje se mantuvo siempre en el máximo nivel de imperturbabilidad e indiferencia ante las cosas del mundo, llegando así a la atharaxia: estado de ánimo culmine, principio de la felicidad, objetivo final de todo hombre helénico.


Ahora bien, esto de la imperturbabilidad no es concepto abstracto ni metáfora alguna, sino que debe entenderse en sentido absolutamente literal, pues Pirrón se desligó de tal modo de la razón y los sentidos, que nada llegaba a inmutarlo y a todos los peligros se enfrentaba; suspendía la razón y permanecía en un estado de absoluta indiferencia, tranquilidad y desinterés. Dicen que a veces se iba, divagando por cualquier parte, de manera que ni su hermana Filista (con quien él vivía) sabía dónde se hallaba; a tal punto que a menudo emprendía largos viajes sin avisar a nadie, solo o con algún compañero ocasional, ausentándose así durante semanas, o incluso meses. Cuentan también que solía dar largos paseos sin cuidado, y varias veces se vio frente a precipicios, al punto de caer si no fuera por el socorro de sus discípulos, que a menudo arriesgaban su propia vida empujando al maestro fuera de peligro en el instante justo; pero éste no mostraría reacción alguna ni agradecimiento y, como quién no sabe dónde se halla parado, proseguía con sus paseos perdido en cavilaciones. Claro que no sólo no se inmutaba cuando su vida corría peligro, sino que tampoco prestaba atención alguna a los padecimientos de los demás: se dice que en cierta ocasión su discípulo Anaxarco había caído en un cenagal y hallábase atrapado, y Pirrón pasó a su lado sin socorrerlo y sin pedir auxilio. Esto le costó importantes críticas de sus conciudadanos, sobre todo de aquéllos que hallaron al joven (ya casi moribundo), pero este último elogiólo y alabólo desde entonces por semejante indiferencia y falta de afección, reivindicando los atributos que todos sus discípulos deseaban poseer.
Pero más allá de ciertos incidentes aislados, la relación de Pirrón de Elis con sus seguidores era, según refieren, amena y genuina. Su principal discípulo fue Timón de Filunte, pero también fue maestro de Hecateo de Abdera, Filón de Atenas y Nausífanes de Teo, entre otros. Dicen que solía hablar largo y tendido acerca de sus razones metafísicas, enseñando que las cosas eran igualmente indiscernibles, inconmensurables e indeterminables para el hombre; y respondía con extensos discursos cualquier pregunta, al punto que todos sus oyentes con frecuencia lo abandonaban, aburridos y abrumados, pero él continuaba con sus enseñanzas sin inmutarse hasta concretar la exposición de sus ideas, de modo que a menudo se pasaba horas hablando sin interlocutor alguno. Y del mismo modo en que continuaba ciertas conversaciones sólo consigo mismo, también podía abandonar a otro en el medio de un intercambio lingüístico, pues dicen también de él que cierta vez, harto y fatigado de las muchas preguntas que se le hacían, para escapar de ellas se dio media vuelta, se echó al río Alfeo y lo cruzó a nado.
Aparentemente sólo una vez fue inconsecuente con sus ideas, cuando intentó morderle un perro rabioso, y él sobresaltóse y auyentólo; pero más tarde justificó su conducta diciendo que “es cosa difícil desligarse completamente del traje de hombre”. Dejando esta anécdota particular a un lado, parecía no tenerle miedo a nada, ni siquiera en las situaciones más adversas. Cuenta Posidonio que estando Pirrón embarcado, avecinóse una fuertísima tormenta, y toda la tripulación amedrentóse sobremanera; pero él, señalando un lechoncito que se hallaba allí comiendo tranquilamente, les dijo a todos: “conviene que el sabio permanezca siempre en tal sosiego”. Dicen que una vez sufrió una grave herida, producto de haberse dejado atropellar por un carro (durante uno de sus paseos, sin el más mínimo reparo), y recibió los medicamentos supurantes, las agujas y la cirugía sin siquiera parpadear.




Según Diógenes, este ilustre personaje murió de un catarro, a la edad de noventa y un años.