lunes, 23 de febrero de 2009

Cuento de cierto autor hostil y posiblemente desequilibrado.



Nuestro personaje podría tener entre treinta y cinco y cincuenta años… mejor más cerca de estos últimos que de los primeros, que mayor es la resignación cuanto mayor la cifra etaria; no crea que esto es parloteo o sinsentido: se llama inercia, es una ley de la física que da cuenta precisamente de ello. Podría tenerlos o no, ¿qué más da?, si total usted ha de figurárselo como le entre en capricho, por más que yo le dé la descripción más minuciosa de su edad o de sus rasgos. Algún día, tal vez (ojalá), podré aspirar a aprender a esbozar uno de esos textos que fabrican pensamiento como un proyector fabrica una película en una pantalla blanca inmaculada; o que penetran en la mente del lector desprevenido y ya no en forma de letras, sino de una sustancia más compleja, se dedican a moldear el pensamiento cual si fuera masa tibia y bien maleable entre los dedos. Insisto: yo no soy un escritor de tal calaña, y tal vez nunca lo sea, por más que lo desee mi egoísmo; y no cuento, por tanto, con el poder de controlar la mente ajena. Justamente por eso no me voy a andar tomando las molestias de darle cada ínfimo detalle, pues sé bien yo que usted –como también todos los demás- se da el peligroso gusto de pensar que ya lo tiene todo requetesabido al momento de abordar algún otro humano intrascendente como puedo resultarle yo en este momento. No se lo reprocho, no se preocupe: es lo mismo que yo hago todo el tiempo, no se olvide que detrás de estas palabras hay o hubo una entidad que pertenece también a la especie humana (porque es usted humano, ¿verdad?; si no lo es, sepa disculparme).

Nuestro personaje podría tener, entonces, según dijimos, entre los treinta y cinco y los cincuenta, pero me gustaría acotar esta franja a la de cuarenta y cinco-cincuenta, pues me he quedado razonando en ese tema de la inercia y la resignación, y de cómo la segunda crece exponencialmente según crece la primera, y de cómo ésta se incrementa inevitablemente según va devorando el tiempo las entrañas de la vida. Verá, creo que esto es algo que puede resultar pertinente a los fines de nuestra historia, y no quiero faltarle yo el respeto ni a la física ni a la psicología, pues busco aquí bosquejar una escena de lo más realista. Y es que nuestro personaje debe ser un hombre inteligente; no digo un Einstein (faltaba más), quiero decir un cincuentón lo suficientemente despierto como para haber podido establecer ciertas verdades por sí mismo. Sé que se me entiende; verá usted: por absurdo y risible que le parezca, aún hoy en día hay quienes creen que pensando bien a quién votar se pueden cambiar las cosas, o que tirando la basura en un cesto se puede ayudar a evitar el desastre ecológico. No desconfíe, esta gente existe: se llaman optimistas; se lo juro por mi carne, que es lo único que tengo. Estoy seguro, sin embargo, de que usted ya se ha desengañado hace rato de estas barbaridades, pues bien, se lo he aclarado simplemente para explicitarle que, de igual modo, vivía desengañado nuestro querido personaje con sus sesenta y largos años; considero esto entendido y no escribiré una palabra más al respecto.

Escribiré, sí, para contarle que era algo panzón y no muy alto (no le diré sus dimensiones exactas por los motivos aclarados más arriba), que se dejaba el bigote –un bigote finito y recto, como una rayita de marcador negro que le subrayaba la nariz- pero no la barba, nada de barba, no empiece a imaginarse las cosas que yo no le cuento, que me enervo de nervioso y empiezo a perder el hilo… vivía solo en un barrio porteño, en un departamento de pocos ambientes (dos, digamos), compartido hacía algunos años con su ex esposa y sus dos hijos, ya mayores. (Solo en el departamento vivía, no en el barrio, ¿se entiende? disculpe si no me di a entender.) Desde su divorcio, su señora y sus hijos se habían mudado a la casa de los vejestorios que algún tiempo le habían servido a él de suegros. Ahora vivía más tranquilo, trabajaba algunas horas al día en la administración del club de su barrio, comía comida -cocida, a veces cruda-, dormía y se levantaba a la hora que quería, y nunca tenía que esperar para poder usar el baño. De hecho estaba bastante más conforme que en sus años de casado, como él sin duda hubiera reconocido, si no fuera un personaje ficticio –siempre tenga en cuenta esto-; yo puedo afirmarlo con seguridad pues yo mismo lo he creado, y conozco a fondo su psicologismo. No tenía automóvil… o si, mejor si, ¿por qué no?, a él no le cuesta nada y a nosotros sólo nos cuesta letras; seguro le sería de gran utilidad: tenía un automóvil envidiable.

Todo esto último sólo para que se vaya construyendo un contexto más o menos cotidiano de la vida de nuestro amigo (a estas alturas ya podemos llamarle así, no se preocupe; el exceso de confianza es un valor que debería ser reivindicado en estos días), pues es importante contextualizar apropiadamente las grandes historias como ésta, no se debe escatimar ni una sílaba, no preste atención a esos que sólo quieren lo que sea con tal que sea rápido; la paciencia es la mayor de las virtudes, pero (¡cuidado!) nunca olvide que lo bueno dura poco. Estoy convencido –aclaro- de que puede aún haber cosas buenas y Grandes Historias en esta vida que compartimos; y se lo aclaro porque me he quedado algo preocupado, pues creo que se va a llevar una imagen errada de mi persona: no vaya a creer que soy uno de esos extremistas que piensan que sólo somos sangre y contingencia (como pudo haber llegado a inferir de alguna de mis reflexiones). El escepticismo es un lujo que se pueden dar muy pocos, decía Arlt, y yo nunca fui de darme muchos lujos. El pesimismo, por su parte, es mucho más accesible y (sin lugar a dudas) más sensato en tiempos como estos en que todas las cosas tienden a la Nada. Es por eso que hace un rato he despotricado sutilmente contra estos optimistas que aún hoy andan dando vueltas por la vida (esta misma que usted y yo compartimos). ¡Pobres ingenuos! si les viera usted, me daría la razón… cada vez se quedan con menos argumentos y cada vez se aferran más a los más débiles o disparatados de ellos para defender sus posiciones… pero discúlpeme, que ese no es nuestro asunto, y me estoy desviando terriblemente de lo que quería comentarle en este párrafo. Imagino que se andará preguntando en qué queda nuestro personaje y nuestra historia, pues bien, justamente a lo que quería llegar es que no hay historia; ¿no hay historia?, se está preguntando usted ahora algo aturdido; ¡no hay historia…!, le respondo yo, frenético ¿Se da cuenta?, no hay acontecimiento ni evento alguno que narrar en este espacio, sólo un par de párrafos inútiles y absurdos por los que le he conducido como a un ciego bajo la falsa promesa de un cuento, ¡y ese cuento no ha llegado! He aquí que tal vez usted ya se había armado todas las insostenibles esperanzas de uno de aquellos ilusos optimistas de los que hablábamos hace un instante: si es ese el caso, pues me alegro mucho de haberle defraudado.



Buenas tardes.

miércoles, 11 de febrero de 2009

Sobre la impertinencia del devenir histórico (una brevísima introducción al pensamiento de retaguardia).

Sucede que casi todo hombre que piensa -según le han enseñado otros hombres- se sitúa mentalmente a sí mismo y a su entorno inmediato en oposición al tiempo y al espacio (en una operación que, él considera, se llama abstracción) con el objetivo de visualizar así la vida y obra presentes en contraposición a las acciones humanas a lo largo de la historia. Sucede también que a partir de la abstracción de diversos hombres en diversos períodos de la humanidad, se ha dado en concluir que ésta se mueve siguiendo una cierta dirección muy vagamente definida, si bien nombrada: el “progreso”. Este progreso subsume así ciertos tipos de acciones humanas (aquellas que se considera que pueden tener algún grado de relevancia en cuanto al movimiento histórico), por lo general encabezadas por personajes eternamente célebres que se desenvuelven a lo largo de su vida influyendo de diversos modos en las vidas de muchos otros de sus contemporáneos (básicamente: a mayor número contemporáneos influidos, mayor prestigio o censura posterior). A muy grandes rasgos, de este modo se intenta dar cuenta a posteriori de la fenomenología de la historia.
En los últimos tiempos se ha comenzado a utilizar el término “vanguardia” y “vanguardista” para describir a dichos hombres; ya que, así como la vanguardia –siendo ésta literalmente la primera línea de una formación militar- guía a todo un multitudinario ejército, estos personajes avanzan con todo un obediente rebaño interminable de sujetos prescindibles a sus espaldas, marcando así para siempre las huellas del progreso humano. (No profundizaré en el problema de que, en caso de guerra, la vanguardia –y ésta vez librada de toda contaminación metafórica- es lo primero en ser arrasado; esto simplemente quedará planteado para el próximo disparate.)
Sin embargo, aplicando una vez más este mismo proceso de abstracción ya explicitado, y en lugar de intentar ver un movimiento definido, nos es lícito hacernos la pregunta: ¿acaso el devenir histórico apunta a una finalidad determinada?, porque no hay duda de que el concepto de progreso supone una cierta teleología; y si hemos de basarnos en datos empíricos, la humanidad está marchando más cerca de un suicidio masivo que de un estado de armonía en el que se hayan finalmente aplacado las tensiones dialécticas que la motorizan. De todos modos, si bien la cuestión de la teleología histórica es cada vez más cuestionable, la idea del movimiento o devenir continuo es indiscutible.


Ahora bien, figurémonos el devenir histórico como un vector que se mueve en el espacio (digamos, un espacio bidimensional, para no confundirle aún más de lo que espero que ya esté); diremos que la vanguardia representa el sentido (la flechita), el rebaño la magnitud (o rayita), y la retaguardia la dirección (el angulito sobre el plano). Si la historia humana no posee finalidad alguna, como hemos intentado establecer, este vector se estará moviendo loco y sin rumbo a lo largo y a lo ancho del espacio durante tanto tiempo como tiempo duren las vidas de todos los hombres, sin llegar nunca a destino alguno. Siendo la vanguardia la que encabeza este devenir sin sentido, lo que proponemos es lograr apoderarnos de la retaguardia, e ir modificando así el ángulo del vector constantemente, a fin de que la vanguardia siga manteniendo su movimiento insignificante, pero con un ir y venir que se torne agobiante. De aquí pueden derivarse dos resultados: que la vanguardia reconozca lo absurdo de su propósito y se una al rebaño (lo cual dejaría a la humanidad finalmente estática y en un lugar fijo- lo más cercano a la “paz” que puede aspirar), o que continúe obstinadamente con su ridículo avanzar por tiempo indefinido (con lo cual aquellos que habitemos la retaguardia habremos de divertirnos sobremanera ridiculizando continuamente a quienes se toman dichas cosas en serio, pues no existe actividad más deliciosa y placentera que esta para aquellos que hemos descubierto que en la vida no hay ninguna esperanza de nada).