martes, 16 de septiembre de 2008

Ramiro y Sócrates.




A lo mejor no me lo creería usted, oficial, si le dijera que ayer por la mañana estaba ahí sentado, exactamente en la misma parada de colectivo, el niño de doce años empinando un tetrabrick de vino. Y es que a cualquiera que no se haya criado en este sitio le resultaría, no sé si inconcebible, pero seguro muy chocante; y sin embargo, para nosotros ya es cosa cotidiana ver a los chicos arruinándose así. Ahí estaba entonces, Ramiro, con sus doce añitos, con Sócrates y con su cartón de vino tinto. No todos por acá lo conocen muy bien, pues es de esos niños callados, pensativos, de los que no llaman mucho la atención ¿vio?, y créame que acá eso es suficiente para pasar totalmente desapercibido. Pero yo siempre fui de interesarme mucho por las cosas que movilizan un poco el alma, sobre todo por las personas que no le dicen a uno ni una palabra, pero con una mirada le cuentan más de lo que a uno se le hubiera ocurrido preguntar… no tenga duda de que la gente como esa en este barrio no abunda. Pero él es una de esas personas. Así que, aunque nunca hayamos tenido una relación muy cercana, siempre traté de seguirle el rastro y de mantenerme informado sobre la vida del muchacho.


Tenía los ojos medio colorados por el vino esa mañana, y la expresión que siempre tuvo en la cara, que parece que se está por largar a llorar. Y no me vaya a malinterpretar, que si bien le acompañaba siempre la angustia en el rostro, solamente una vez en mi vida le vi derramar algunas lágrimas, y créame que ha vivido desgracias el pobre muchacho. De hecho, yo comencé a reparar en él cuando apenas tenía cuatro o cinco años, y empezó a correr por la cuadra el rumor de que su padre (ya en ese entonces perdido por el alcohol) los fajaba a la madre y al él casi todas las noches, cuando volvía del bar de Carlitos. Y poco tiempo pasó para que los rumores se convirtieran en ruidos de platos rotos, y en discusiones que terminaban siempre con los gritos desesperados de la pobre mujer (que en paz descanse). Y claro, nadie hacía nada. ¿Quién se iba a acercar? ¿Quién iba a denunciar? En este barrio no se manejan esos códigos, oficial, lo que pasa en el hogar de cada uno, ahí se queda y de ahí no sale. Lo sabría bien usted con pasar tan solo un par de días en mi casa: se daría cuenta de que todas las noches se escuchan cosas por las que un hombre como usted, con todo respeto, se orinaría encima. Cuando no son gritos y amenazas, son disparos, cuando no son borrachos matándose a golpes son cristales estallando, cuando no, alguna pobre chica que la agarran entre algunos cuantos y vaya a saber qué cosas le hacen para que grite así… mejor ni averiguarlo mire, que por algo dicen que la curiosidad mató al gato.


Le comentaba entonces que el padre, borracho y mujeriego como pocos, y para colmo violento, se la agarraba contra la pobre familia, y ya le digo, mujer más buena que la madre de Ramirito no he conocido yo en mi vida, y mire que he vivido años. Era chorro de profesión, el padre; había tenido alguna vez un trabajo de albañil o de pintor, alguna changa de esas cada tanto, pero con eso estoy seguro de que no le daba ni para pagarse las cuentas del bar. Y cada tanto se desaparecía unos días del barrio, casualmente cuando algún policía pasaba preguntando por él. La madre traía un par de pesitos a casa, como para que no faltara el pan, de lo poco que le pagaban por ayudar en el almacén de la esquina. Así y todo se las arreglaba para mandar al chico al colegio, los pocos años que duró. Pero por más pan y colegio que hubiera, la pobre mujer no podía evitar que el viejo cuando llegaba se quitara el cinturón o una zapatilla y arremetiera contra madre e hijo por igual.


Fue cuando tenía más o menos seis años que hablé con él la primera vez. Alegre, educado, uno de esos chicos con los que da gusto pasar un rato. Yo tenía por ese entonces una perra vieja que me había quedado encinta, y unos meses después tenía dos cachorritos para regalar. El niño vino a llevarse uno con su madre. Contentísimo se fue, pero me arrepentí toda la vida cuando esa noche escuché al padre castigándolos con más furia que nunca, porque claro, ¿con permiso de quién habían ido a conseguirse un perro…? Pero la noche pasó, y al perro lo mantuvieron. De hecho, nunca hasta esta mañana lo volví a ver a Ramiro separado del ovejero alemán. Sócrates le puso, después de una de esas charlas que tuvo conmigo, en la que le conté sobre el personaje ése, no sé si era un italiano o qué, pero había leído en algún lado que fue el hombre más inteligente del Mundo. Y se ve que al chico le gustó, porque adoptó inmediatamente el nombre para el can, y siempre, desde entonces, le trató de usted.


Un año después de eso, más o menos, fue cuando pasó lo peor. Llegó Ramiro a la casa con Sócrates (volvía de jugar a la pelota, creo) y se encontró la escena de su padre descalzo y en cueros llorando en el suelo, la madre que yacía a su al lado, una botella rota y el vino que se mezclaba con la sangre en un charco. No era en realidad un cuadro que el niño nunca hubiera visto antes, la principal diferencia era que ésta vez la madre ya no respiraba. El padre le dijo que se le había roto la botella y la madre se había resbalado con el vino y se fue a romper la cabeza contra el suelo… El chico tendría siete años, pero no era ningún boludo, con perdón. Siempre supo que había sido el borracho hijo de puta ése el que la mató, pero no dijo una palabra. Resultó ser todo un hombre; si viera la templanza y la madurez con que soportó todo, me daría usted la razón. A tal punto, fíjese, que no derramó una sola lágrima, oficial. Aunque a veces pienso que habría sido mejor que hubiera despedido a su vieja como Dios manda ¿sabe?, yo creo que ese tipo cosas siempre dejan una marca, y a lo mejor influyen mucho en lo que uno termina haciendo de su vida.


Sin ir más lejos, tendría que ver usted las “amistades” que el pobre chico se buscó un tiempo después. Se empezó a juntar con una barra de pibes más grandes que él, que andaban siempre en la plaza frente a la capilla, y nunca sin una cerveza o unos gramos de coca encima. Pibes que roban en su propio barrio, oficial, y que no tienen una sola preocupación en la cabeza más que cuidarse el culo de cada uno y sobrevivir al día. Esas no son amistades para un chico de ocho años, ¿no le parece? Pero Ramiro nunca había sido muy sociable y, la verdad sea dicha, nunca le conocí un amigo “normal”. Encima fue por esa época que dejó de ir al colegio, entre otras cosas porque el padre no podía ni pagar su propia deuda en lo de Carlitos; mucho menos, imagínese, podría mantener apropiadamente al chico. Viéndolo así, se entiende que el muchacho haya empezado a salir a robar; aunque, créame, yo sé que le duró poco.


Una noche de invierno hace un par de años, estaba con uno de los pibes esos que le digo, tratando de abrir un coche para llevarse vaya uno a saber qué, y yo no sé si habrá saltado la alarma o qué, la cosa es que los dueños del coche andaban por ahí, los vieron, y los empezaron a correr. El otro pibe salió rajando sin mirar ni una vez para atrás y se escapó. Ramiro intentó seguirlo, pero no tuvo tanta suerte: lo agarraron entre los dos tipos, y lo molieron a palos. No se da una idea, oficial, de cómo dejaron al pobre chico. Yo no sé qué clase adulto es capaz de pegarle así a una criatura. A tal punto, mire, que estoy seguro de que si Sócrates no saltaba ahí y le arrancaba la nariz de un mordisco a uno de los tipos, a Ramiro lo mataban ahí nomás, a puño limpio. Esa cicatriz horrible que tiene en la mejilla ¿la vio?, se la hicieron esa noche. Estuvo dos semanas en el hospital, todo vendado, y le juro que el único que se quedó ahí con él todo el tiempo fue el perro. No lo querían dejar entrar, claro, pero uno de los enfermeros era conocido mío y lo convencí. Y menos mal, porque con la compañía que le hizo el padre, el pibe se hubiera muerto de solo. Yo fui a verlo un par de veces también, pero bueno, tenía que trabajar, así que tampoco podía quedarme mucho con él.


Igual pasamos algún tiempo juntos, y pudimos charlar mucho sobre algunas cosas. El ya tenía diez años pero parecía de veinte por la cabeza que tenía, no le jodo. Un muchacho muy inteligente, muy sabio. Me acuerdo de cómo le había quedado dando vueltas en la cabeza el “te voy a matar” que le repetía uno de los tipos que le pegó. En realidad, no tanto por ese momento en particular, sino por la cantidad de veces en que se lo habían dicho en su vida, como si la frase lo hubiera marcado más aún que la imagen de la madre muerta. Me contó de las innumerables veces en que se la había dicho el padre, mientras lo fajaba, o los compañeros del colegio. “Te voy a matar”. Hasta una maestra, cuando lo encontró masturbándose en el baño de la escuela a los ocho años. ¿Cómo puede no influir mal eso en un chico, oficial? La verdad es que me daba una lástima…


Después de que salió del hospital, Ramiro era como un fantasma en el barrio. Se lo veía pasearse con Sócrates, volviendo de pedir monedas en la estación del tren o de alguna que otra changuita que se buscaba para ganarse dos o tres pesitos. Fue por esa época que empezó a tomar. Yo supongo que la primera vez le habría afanado alguna botella al padre, que, dicho sea de paso, ya no le podía pegar ni a una mosca. Había quedado medio tarado y tenía el cuerpo a la miseria; el alcohol le había consumido la vida ya. Escupía sangre… la verdad, si no conociera su pasado, habría sentido mucha lástima por el tipo. La cuestión es que Ramiro había empezado a tomar, y entre el año pasado y éste, yo lo veía siempre a la tardecita volver del lado del norte con el perro siguiéndolo, un tetrabrick en una mano y la otra en el bolsillo. Siempre cabizbajo. La verdad es que nunca más volvimos a charlar mucho, así que no se exactamente qué hacía de su vida y qué cosas pasaban por su cabecita esos días.


De hecho, tengo que admitir que casi me había olvidado de él hasta lo de ayer a la mañana. Estaba, como le dije, sentado ahí en la parada del colectivo con su vino y los ojos colorados, y Sócrates ladraba y corría alrededor como loco, persiguiendo unas palomas que había por ahí. No sé si estaba esperando el colectivo o simplemente se había tirado ahí a pasar el rato. Yo justo salía de mi casa e iba para el trabajo cuando lo vi. Lo saludé de lejos con la mano, pero, si me vio, no se molestó en devolverme el saludo. Así que empecé a caminar para el otro lado, y no habría dado más de diez o quince pasos cuando escuché los gritos del chico llamando al perro (“¡Sócrates! ¡Sócrates, venga para acá!”), y al mismo tiempo, el ruido de la frenada. Obviamente volví hacia atrás, y lo vi al perro ensangrentado y desparramado por los adoquines con las tripas por afuera, abajo del colectivo, y a Ramiro parado justo en frente, al punto que si frenaba un metro después, el pibe tampoco la contaba, no le jodo. Estaba parado, duro, y por primera vez en la vida, le chorreaban las lágrimas por el rostro. Al cabo de unos segundos, el colectivero se asomó y le gritó: “Pibe, ¿te vas a subir o te vas a correr?”. Ramiro se refregó un poco los ojos, se acercó muy despacio a la ventanilla del chofer, y con la voz quebrada le dijo: “Señor, era mi perro, ese que acaba de pisar”. “Disculpá, pibe”, le contestó el otro, y arrancó nomás. Ahí recién se dio vuelta, y me vio del otro lado de la calle. Estaba desconsolado, oficial, imagínese. Y yo me olvidé del laburo y de todo. Crucé y lo ayudé a levantar al perro; lo llevamos como pudimos, porque ya estaba medio desarmado ¿vio?, y lo enterramos en el predio que está a la vuelta de mi casa. Estuve un buen rato intentando darle charla pero el chico no abrió la boca en toda la tarde, y a la tardecita yo me fui a hacer el turno nocturno en la fábrica, porque sino ya me rajaban ¿sabe? Me habría gustado poder quedarme un poco más con él. A lo mejor hasta podía evitar toda esta situación… pero bueno, lo que pasó, pasó, y ya no se lo puede cambiar.





















Eso es todo lo que le puedo decir con seguridad, oficial. Cuando yo llegué del trabajo hoy a media mañana, ya estaban todos ustedes por ahí buscando testigos y eso. Por el padre del pibe ni se moleste, que ya hace un par de semanas que nadie lo ve por el barrio, y tenga por seguro que no se va a aparecer por acá. Lo demás son todas suposiciones. No creo ni que haya dormido, debe haber estado esperando toda la noche despierto en la parada, vino mediante, hasta que el colectivo volviera a pasar esta mañana, haciendo el mismo horario y recorrido de todos los días. El cuchillo con el que mató al chofer lo debe haber agarrado de la casa, porque es un tramontina de cocina común y corriente según me dijeron… Mire, yo sé que es serio lo que hizo, pero trate de tener en cuenta lo que le conté, le doy mi palabra de que no le dije una sola mentira. Si lo conociera, entendería usted su conducta en cierto modo. No es que yo diga que está bien lo que hizo, por Dios que no es eso lo que pienso. Lo que quiero decir es que, en el fondo, es un buen muchacho. Usted me entiende ¿no? Si no, tenga por seguro lo que le digo, que soy un hombre viejo y yo también tuve una vida dura: a como son las cosas en donde me crié, a veces es preferible un perro fiel a todos los amigos del Mundo.

Si, ya sé, se hace tarde. Yo tampoco dormí hoy. No sé porqué gasté tanta saliva en esto, si al fin y al cabo, no van a cambiar mucho las cosas por lo que yo diga o deje de decir. Le pido mil disculpas por haberme prolongado tanto en el relato. ¿Sabe qué pasa, oficial? Creo que yo soy la única persona en el barrio que conoce de verdad al pobre muchacho, y me resulta un poco triste saber que tanto para ustedes como para el juez como para los diarios y, al fin y al cabo, para todo el mundo, Ramiro de hoy en más va a ser simplemente “el pibe de doce años que asesinó a un colectivero”.