miércoles, 17 de diciembre de 2008

Notas sobre la vida de Pirrón de Elis.

 


La pregunta acerca de si Pirrón de Elis, hijo de Plistarco, poseía extraordinarios dotes filosóficos o si, más bien, padecía de un severo cuadro de esquizofrenia (o algún otro tipo de delirio alucinatorio similar) continúa siendo una cuestión que ha quedado sin zanjar en las investigaciones de la historia del Mundo Antiguo. Su vida se halla envuelta en misterios insondables; su figura es tan desconocida e influyente a la vez, que sólo puede compararse con la de pocos -poquísimos- hombres excepcionales en la historia (hombres sobre los cuales la duda entre su genialidad o su inigualable locura es igualmente válida), como Sócrates o Jesús, el Cristo. En efecto, Pirrón no dejó palabra escrita alguna, siendo todo lo que sabemos de él referencias aisladas de sus seguidores. Sí sabemos que jamás se propuso fundar una doctrina en sentido estricto, haciéndolo más bien por accidente; y, sin embargo, su doctrina es la no-doctrina por excelencia, pues Pirrón de Elis fue el primer filósofo en practicar una absoluta suspensión del juicio, lo que lo convirtió en el fundador del escepticismo. Coronó esta audacia con una estrechísima consistencia entre pensamiento y acción, al punto que la fidelidad de su conducta a su postura teórica fue de una subordinación casi absoluta.
Cuenta Diógenes Laercio que Pirrón fue durante su juventud pintor (oficio en el que no se destacó particularmente) y se inclinó más tarde hacia la filosofía bajo las enseñanzas de Brisón, nutriéndose más tarde de influencias de las filosofías orientales, de los gimnosofistas hindúes y de los magos. Sus estudios le llevaron a concluir que ante aparentemente todas las cuestiones existen diversos discursos contrarios igualmente válidos. A partir de estas circunstancias Pirrón decidió comenzar la práctica de la epoché, es decir, la completa suspensión del juicio, siendo que a partir de ese momento filosofó siempre nobilísimamente, sin aferrarse a nada y sin rehusar de nada, admitiendo que todas las cosas son igualmente indiferentes, inestables e indeterminadas, y que todo surge por convención de los hombres. A partir de ello, este singular personaje se mantuvo siempre en el máximo nivel de imperturbabilidad e indiferencia ante las cosas del mundo, llegando así a la atharaxia: estado de ánimo culmine, principio de la felicidad, objetivo final de todo hombre helénico.


Ahora bien, esto de la imperturbabilidad no es concepto abstracto ni metáfora alguna, sino que debe entenderse en sentido absolutamente literal, pues Pirrón se desligó de tal modo de la razón y los sentidos, que nada llegaba a inmutarlo y a todos los peligros se enfrentaba; suspendía la razón y permanecía en un estado de absoluta indiferencia, tranquilidad y desinterés. Dicen que a veces se iba, divagando por cualquier parte, de manera que ni su hermana Filista (con quien él vivía) sabía dónde se hallaba; a tal punto que a menudo emprendía largos viajes sin avisar a nadie, solo o con algún compañero ocasional, ausentándose así durante semanas, o incluso meses. Cuentan también que solía dar largos paseos sin cuidado, y varias veces se vio frente a precipicios, al punto de caer si no fuera por el socorro de sus discípulos, que a menudo arriesgaban su propia vida empujando al maestro fuera de peligro en el instante justo; pero éste no mostraría reacción alguna ni agradecimiento y, como quién no sabe dónde se halla parado, proseguía con sus paseos perdido en cavilaciones. Claro que no sólo no se inmutaba cuando su vida corría peligro, sino que tampoco prestaba atención alguna a los padecimientos de los demás: se dice que en cierta ocasión su discípulo Anaxarco había caído en un cenagal y hallábase atrapado, y Pirrón pasó a su lado sin socorrerlo y sin pedir auxilio. Esto le costó importantes críticas de sus conciudadanos, sobre todo de aquéllos que hallaron al joven (ya casi moribundo), pero este último elogiólo y alabólo desde entonces por semejante indiferencia y falta de afección, reivindicando los atributos que todos sus discípulos deseaban poseer.
Pero más allá de ciertos incidentes aislados, la relación de Pirrón de Elis con sus seguidores era, según refieren, amena y genuina. Su principal discípulo fue Timón de Filunte, pero también fue maestro de Hecateo de Abdera, Filón de Atenas y Nausífanes de Teo, entre otros. Dicen que solía hablar largo y tendido acerca de sus razones metafísicas, enseñando que las cosas eran igualmente indiscernibles, inconmensurables e indeterminables para el hombre; y respondía con extensos discursos cualquier pregunta, al punto que todos sus oyentes con frecuencia lo abandonaban, aburridos y abrumados, pero él continuaba con sus enseñanzas sin inmutarse hasta concretar la exposición de sus ideas, de modo que a menudo se pasaba horas hablando sin interlocutor alguno. Y del mismo modo en que continuaba ciertas conversaciones sólo consigo mismo, también podía abandonar a otro en el medio de un intercambio lingüístico, pues dicen también de él que cierta vez, harto y fatigado de las muchas preguntas que se le hacían, para escapar de ellas se dio media vuelta, se echó al río Alfeo y lo cruzó a nado.
Aparentemente sólo una vez fue inconsecuente con sus ideas, cuando intentó morderle un perro rabioso, y él sobresaltóse y auyentólo; pero más tarde justificó su conducta diciendo que “es cosa difícil desligarse completamente del traje de hombre”. Dejando esta anécdota particular a un lado, parecía no tenerle miedo a nada, ni siquiera en las situaciones más adversas. Cuenta Posidonio que estando Pirrón embarcado, avecinóse una fuertísima tormenta, y toda la tripulación amedrentóse sobremanera; pero él, señalando un lechoncito que se hallaba allí comiendo tranquilamente, les dijo a todos: “conviene que el sabio permanezca siempre en tal sosiego”. Dicen que una vez sufrió una grave herida, producto de haberse dejado atropellar por un carro (durante uno de sus paseos, sin el más mínimo reparo), y recibió los medicamentos supurantes, las agujas y la cirugía sin siquiera parpadear.




Según Diógenes, este ilustre personaje murió de un catarro, a la edad de noventa y un años.

lunes, 24 de noviembre de 2008

El espantoso forúnculo del señor Tordetti.





Aquella mañana, como todas las mañanas, el señor T. se levantó de la cama en un salto nervioso, a las 5, y corrió a silenciar los chirridos insoportables del despertador; pero a diferencia de todas las mañanas, aquella mañana no se oían a sus espaldas los gruñidos ininteligibles de la señora T. diciendo que le iba a tirar ese aparatito infernal por la cabeza. Ese fue el primer indicio de que algo extraño parecía estar ocurriendo, y que terminó de ser confirmado instantáneamente, cuando el señor T. giró la cabeza y descubrió que, por primera vez en treinta y ocho años, su esposa no sólo no estaba ocupando las tres cuartas partes de su cama matrimonial entre ronquidos y ruleros como siempre, sino que no se encontraba en el cuarto en absoluto. Recién ahí el señor T. se percató de que había dormido excepcionalmente cómodo esa noche, como no recordaba haber dormido en mucho tiempo, y se preguntó extrañado dónde estaría su señora.

Fue primero al baño, se dio una fugaz ducha de agua fría y se cepilló los dientes, se afeitó con una lentitud insoportable y descubrió con cierto desagrado que en el transcurso de la noche le había crecido un forúnculo terrible en el medio de la cabeza pelada, coronando burlonamente las arrugas de la frente. Se vistió despacio, meticulosamente como todas las mañanas. Se puso el traje gris, dejó el saco colgado al lado de su Corbata de los Lunes, y se dirigió a la cocina para desayunar. Su mujer tampoco estaba allí. El señor T. preparó su café con la misma delicadeza de todas las mañanas, le puso cinco precisos centímetros cúbicos de leche y una cucharada y media (exactamente media) de azúcar. Desayunó tranquilamente su café mientras intentaba colocar la radio en la frecuencia del noticiero matutino de las seis, pero no pudo lograr que el aparato emitiera otra cosa que una interferencia descomunal que se alternaba secuencialmente con un silencio de cripta. El señor T. detestaba no salir informado al trabajo, y más aún detestaba la idea de que su radio, compañera de desayuno por décadas, estuviera averiada. Pero terminó de desayunar impasible, se levantó del asiento, lavó la taza de café y se dirigió al living a buscar su portafolios. De paso dedicó una corta mirada de rastrillaje a su alrededor para descubrir que su señora tampoco se hallaba allí, quedando así descartados todos los ambientes de la casa. Guardó todos sus papeles en el portafolios, se cepilló los dientes cuidadosamente por segunda vez en el día, se puso la corbata tres veces hasta lograr el nudo perfecto, se echó el saco a los hombros, tomó su portafolios y salió del departamento. Bajó los doce pisos por el ascensor sin cruzarse con nadie, y salió a la calle.

Se dirigió primero al quiosco de diarios de R. para comprar la prensa del día, y se llevó la desagradable sorpresa de encontrarlo cerrado, cosa que nunca -creía recordar- había visto desde que el quiosco existía. Más extraño le resultó el escaso tránsito de la avenida Corrientes (de hecho, más que escaso, completamente nulo). Y más aún que la ausencia total de vehículos, le resultó extraño el hecho de que no hubiera nadie (y por nadie, entiéndase Absolutamente Nadie) en la calle, ni gente ni niños ni ruido ni vagos ni nada. Esperó sin embargo ante el semáforo, imperturbable, para cruzar cuando éste se lo permitiera. (Por un instante le pasó por la cabeza la osadía de cruzar por el medio de la calle y sin mirar, pero la sola idea le causó un vértigo tal que casi deja caer su portafolios).

Ya del otro lado, caminó las cinco cuadras solitarias que lo separaban de las oficinas de la compañía de teléfonos, donde había trabajado los últimos cuarenta años de su vida. La mañana se avecinaba un poco nublada, y el señor T. maldijo su radio averiada y su negligencia de salir de casa sin un paraguas. Su olvido le ofuscó durante un rato y le impidió reflexionar sobre la poca vida presente en las cuadras caminadas. Vida que, en el sentido técnico de la palabra, se reducía simplemente a los árboles que adornaban la avenida, y al señor T. mismo, como una sombra insignificante, un puntito negro perdido en el vasto y gris desierto de concreto y vidrio. Ni palomas había sobrevolando el nublado cielo porteño, ni personas hormigueando insoportables en torno al Obelisco. Ni siquiera una, con excepción, claro está, de nuestro distraído señor T., que en ese momento dejaba de reprocharse a sí mismo por el descuido imperdonable de haber salido de su casa sin paraguas un día nublado, y entraba en el quiosco de al lado de la oficina para comprar los acostumbrados caramelos de miel y menta. Cosa llamativa: el quiosco estaba abierto, las luces encendidas y el mostrador en perfecto orden, pero faltaba el quiosquero que completaba el paisaje habitual. Tampoco había clientes. El señor T. esperó aproximadamente dos minutos antes de llamar por primera vez; -¿Hola? ¿Hay alguien?- Silencio. Miró de reojo su reloj y descubrió que estaba a cinco minutos de llegar tarde a su puesto. Los nervios comenzaron a asediarlo y llamó con más fuerza, casi violento esta vez, al quiosquero; dos veces, tres; se retorcía por dentro de la furia, observó el paquete exacto de pastillas que quería, y el abismo institucional que lo separaba de poder saborearlos. Despacio, muy despacio, comenzó a alzar la mano y a acercarla hacia la sección de los caramelos, y con un cuidado y una lentitud exasperantes fue apuntando hacia el preciosísimo paquete, que relucía entre las demás pastillas como un diamante rodeado de barro. La mano comenzó a temblarle cuando se hallaba a escasos centímetros –vergonzosos por lo escasos- del tesoro. El pulso le subió súbitamente, dificultándole la respiración, y la cara le pasó de rosa a roja en cuestión de segundos. Alejó la mano rápidamente y la metió en su bolsillo. Volvió a llamar, esta vez tímidamente, mientras miraba el reloj y descubría con espanto que faltaba un minuto para que comenzara su turno. Salió corriendo del quiosco y entró en el edificio de teléfonos, y por primera vez en cuarenta años de servicio, el señor T. no llegó a trabajar cinco o diez minutos antes, como era habitual, sino que arribó a su escritorio quince segundos después de lo debido.

A usted quizá ya no le llame poderosamente la atención a esta altura, pero es mi deber hacerle saber que tampoco en el edificio de teléfonos el señor T. se cruzó con persona alguna. Claro que no reparó en ello al entrar, desesperado como estaba ante la sola idea de esa tardanza imperdonable. Llegó a su escritorio, sacó velozmente todos los expedientes con los que trabajaría ese día y los ordenó sobre su escritorio con una euforia neurótica; los clasificó por orden alfabético, en forma de “L” alrededor del ángulo del escritorio opuesto a la ventana, dejó libre el espacio exacto en el centro para ir pasándolos uno a uno, y el cuadradito libre justo al costado para ir apilando los terminados. Recién cuando finalizó esa tarea el señor T. observó alrededor para descubrir que nadie había concurrido a trabajar ese día; no se oía el infernal sonido de los teléfonos sonando y las computadoras zumbando, ni el de las decenas de personas corriendo y chocándose apuradas por entre los cubículos para llegar a llevar vayasaberqué a vayasaberdónde. Pero no se perdió largo rato en la contemplación de la insólita tranquilidad de su oficina, y comenzó a hurgar entre los papeles que habrían de entretenerlo ese día, ya más aliviado.


Como habrá usted inferido si ha prestado alguna atención a este relato (cosa que yo le agradezco efusivamente), el señor T. era extremadamente severo consigo mismo, no tanto por deseos bien definidos de autosuperación, sino más bien por una necesidad imperante e inexplicable de cumplir a los pies de las letras con los rituales cotidianos de su inalterable rutina. No había sido partidario de los grandes cambios en su vida: había vivido evitando lo más posible su gigantesca y rotunda esposa (cómo y cuándo se casó con ella, aún a mí me resulta un misterio), nunca fue de hacer muchos amigos (ni siquiera en sus días de estudiante), y hasta le había agradecido al Dios (si bien no era lo que se dice estrictamente un “creyente”) cuando se descubrió que su esperma era genéticamente inadecuado para engendrar niños. En resumidas cuentas, era miedoso; y por miedoso, meticuloso hasta la médula. Más allá de eso, soportaba su pequeña vida con un pesimismo y un estoicismo dignos de ser elogiados y aprehendidos por cualquier persona que habitase en este mundo en esta época.


Y para hacer honor a ese estoicismo y a esa meticulosidad –y tal vez para excusarse (consigo mismo, puesto que ni su jefe parecía haber ido a trabajar ese día) por el horrendo desliz que cometió al llegar tarde a su oficina- el señor T. terminó su trabajo con una rapidez y una precisión notables, una hora antes de que terminara su turno. Pasó esa hora sentado inmóvil y en silencio en medio de una oficina desierta, en un edificio evidentemente desierto, en una ciudad aparentemente desierta. A las cuatro de la tarde concluían las nueve horas de trabajo diarias del señor T., y cuando se hizo la hora exacta, aguardó quince segundos antes de levantarse efectivamente de su asiento y retirarse de las oficinas, mucho más tranquilo que al llegar, tanto por la eficacia de su trabajo como por el hecho de que el clima no requeriría necesidad de paraguas alguno: la tarde estaba soleada y agradable.

Decidió ir a tomar un café al bar que estaba frente a las oficinas para despejar un poco su cabeza y ver la repetición del partido del domingo en el televisor. Entró y se sentó en la mesa de siempre, la más cercana al baño (teniendo, por supuesto, todas las mesas vacías y a su disposición), y esperó largo rato a que algún mozo reparara en él. Tardó un tiempo en comprobar que el bar no sólo carecía absolutamente de clientes, sino que tampoco parecía tener ningún tipo de personal. Se acercó al mostrador y llamó a viva voz, y volvió a sentarse en la mesa escogida. Cuando ya había pasado casi una hora, se levantó y salió del lugar indignado (dejando antes cincuenta centavos de propina en la mesa; ¿cómo iba a dejar los dos pesos habituales frente a esa falta de servicio y de respeto?).

El camino de vuelta a casa se le hizo muy corto. Comenzaba a extrañarle de a poco el no haberse cruzado con ninguna persona en todo el día (se le hizo patente cuando pasó frente al quiosco de R. y comprobó que seguía cerrado) y se preguntaba qué podría haber ocurrido, si es que de hecho había ocurrido algo. Corría un viento leve entre las calles, que agitaba la melodía de las copas de los árboles como cascabeles inmensos (melodía que suplantaba el habitual ajetreo de bocinas, de motores y de gritos de peatones que le acompañaba todos los días en su paseo por las calles del centro). Llegó finalmente a su casa para descubrir que su esposa no había regresado de dondequiera que hubiera ido, y empezó a pensar que no contaría con su presencia para cenar esa noche.



En vistas de que iba a comer solo, decidió darse el gusto de preparar una tortilla a la española, toda para él. Ya se regodeaba en el sabor del huevo y el aceite mientras se dirigía al baño para lavarse las manos, y al ver allí su rostro en el espejo se le dibujó una inevitable –aunque discreta- sonrisa. ¡Casualidad Divina! ¡He aquí que ha desaparecido la humanidad entera justo en el día en que, siendo de otro modo, todos se habrían detenido a contemplar descaradamente mi vergonzoso forúnculo!

martes, 4 de noviembre de 2008

Declaración de principios.






I.- Todo posee una causa.


II.- No somos Nada.


III.- El hecho de que todo posea una causa no implica que una cosa sea causa de todo (si bien no lo niega).


IV.- Todo es relativo (y esto es absoluto).


V.- Si la verdad se define como relación de correspondencia con el mundo, no existe ni existirá verdad hasta que se determine específicamente qué es el mundo.


VI.- El cuerpo es un momento; el alma es un concepto.


VII.- El mundo no es fundamento ontológico del lenguaje así como el lenguaje no es correlato gnoseológico del mundo.


VIII.- El mundo es caos porque todo obedece una causa.


IX.- Lo que abunda no daña.


X.- La negación de la vida no implica la muerte.


XI.- El todo es mayor que la suma de las partes, pero menor que el cuadrado de la derivada del producto escalar de sí mismo por un tercio de las partes.

lunes, 20 de octubre de 2008

Poema de cumpleaños.





Ayer por la noche empecé un poema para regalártelo hoy; y para prolongar al máximo en el tiempo aquél momento en que estaría ya obligado a sumergirme en ese mar innavegable de sábanas frías,
y soledades.


Y encontrándome solo y a oscuras, germinó el problema en mi cabeza
sobre la naturaleza
del querer decir
del decir "te quiero".

Tentado ya a comenzar a construir una nueva metafísica sobre el humano a partir de esa pregunta, como le ocurre a todo interrogante que atraviesa accidentalmente mi aposento,

me contenté con escribir
al amor como emanación de los cuerpos
al deseo como encarnación de las almas;


y brotaron y borbotearon y burbujearon diez mil palabras, y aún hoy (como siempre), ninguna que satisficiera mínimamente mi cúmulo de abstracciones, y menos aún mis necesidades estéticas.
Me empezó a subir la fiebre nuevamente, y el sueño me venció.
















(Hoy me han invadido ya otras tantas preguntas, y también más claridad de pensamiento. Y he decidido concluir que las palabras no son cosas, y las cosas son fragmentos de ilusiones que elegimos encontrarnos en la vida para ser capaces de pensar con cierto orden y evitar esa locura tan cercana y que tanto nos preocupa).




Hoy me bastó con pensar que esta noche voy a verte,
que vamos a fundirnos en un abrazo
y estremecernos en un beso

un "feliz cumpleaños"
un "te amo"
y poder regalarte toda la felicidad que hoy me quepa en gracia.



Lo demás no existe.

jueves, 9 de octubre de 2008

Ensayo sobre pedofilia





Regocijo supremo de la grotesca propaganda mediática posmoderna, el pedófilo no es más que una víctima de su desesperante necesidad de victimizar a su victimario. Esto estoy dispuesto a sostener, aún luego de las más diez mil horas de transmisión televisiva y cien mil páginas de prensa escrita empecinada en la descripción minuciosa del hasta más ínfimo detalle de la enfermiza monstruosidad del criminal sexual y de sus avergonzantes fechorías, con toda prescindencia de un análisis físico-psicológico apropiado; digamos, con el mismo rigor argumentativo con el que la ya mencionada maquinaria mediática presenta a los individuos en cuestión, pero con el fin tajantemente opuesto de quebrar el paradigma del violador contemporáneo. O por lo menos, de presentar alternativas a ese paradigma que a muy pocos o a nadie van a importarle a fin de cuentas. Absténgase aquel que tergiverse la dirección de este ensayo desentrañando una interpretación que busque alentar la perpetración de estos crímenes, de utilizar esa interpretación abiertamente como justificativo de su potencialmente dudosa conducta.


Sucede que el Mundo es Caos, así como es Caos todo lo que ocurre por fuera de sus bordes y es Caos todo aquello que en él esté contenido. Las sociedades humanas no escapan a esta realidad, sino que la complementan deliciosamente; al punto de habernos proveído a quienes las integramos las herramientas conceptuales para formular este tipo de hipótesis. Ni siquiera en la mente humana (o mejor, menos aún en la mente humana) puede el hombre encontrar un orden subyacente. Tenemos entonces, por un lado, caos o desorden total, tanto en nuestro interior como en la infinidad de estímulos externos que nos acosan continuamente: potencial ausencia de rasgos bien definidos que permitan el hallazgo de una causalidad acertada que dé cuenta del motivo por el cual pasan las cosas (dado que el Mundo es Caos porque todas las cosas poseen una determinada Causa), y por otro lado, el puñado de individuos que hoy nos conciernen, a saber, los que se deleitan con el sometimiento sexual involuntario de un impúber indefenso. Presentándolo así, y luego de reflexionar mínimamente sobre estos temas, sólo obstinados e ignorantes exigirían una más específica enumeración de razones para defender mi tesis. Las daré, simplemente por el hecho de que la gran mayoría de la gente es, de hecho, obstinada e ignorante; y porque cada vez son menos quienes vislumbran, o cada vez se requiere de un esfuerzo mayor para que el ser humano promedio pueda vislumbrar por un instante lo vacuo y efímero de su existencia (si bien una vez que se ha alcanzado ese plano, todos somos víctimas, o no somos Nada: esto es a gusto del consumidor).
Se infirió al principio que el pedófilo también puede ser una víctima; y en efecto, lo es. El pedófilo es víctima, tanto de ese Caos de intrometidas invasiones de eternos estímulos externos, como del horrendo Caos emocional desatado por un enigmático pasado personal, cargado de un contenido tal que torcería cualquier intelecto sano. El pedófilo es víctima del Caos de cada esfera o sector social, del Caos interno de cada individuo “normal” que conforma esas esferas, y que canaliza su caótico odio de inexplicable origen contra quienes cometen los actos que ellos mismos juzgan (o les han enseñado a juzgar) como malvados. El pedófilo es víctima de todos los que se tragan periódicos y noticieros, y demás medios que no hacen otra cosa que alimentar, cotidianizar y multiplicar aquellos mismos hábitos perversos que sus consumidores aborrecen. El pedófilo es víctima de todas las amas de casa y de todos los padres de familia del mundo. El pedófilo es víctima de la limitada y limitante moral occidental, impuesta por la escuela, por el juez, por la iglesia, por el hogar.


El pedófilo promedio es padre de familia, o bien maestro de escuela, o (¿cuándo no?) algún destacado miembro eclesiástico, entonces aquí tenemos un problema.



Difícilmente alguien pondría en duda que el que viola a un infante no lo hace sin saber que su conducta podría llegar a resultar condenable por los demás miembros de su tribu. Aún así lo hacen. Es necesario, por tanto, que existan causas determinadas y posiblemente bien definidas que lleven al pedófilo a romper momentáneamente el bagaje de moral social que tiene incorporado durante la perpetración de su delito, pues ningún ser humano contemporáneo se arriesgaría a ser etiquetado como violador de menores así sin más. Nadie se ha preocupado por investigar o difundir dichas causas (desentendámonos, desde ya, de la psicología, ciencia que sólo busca el determinar qué es lo sano y lo normal, y la justificación injustificable de porqué algunos individuos pueden y deben ser “anormalizados” y aislados del resto). De la misma manera, nadie se ha preocupado por investigar y difundir con rigor y seriedad las consecuencias y secuelas que producen en los niños acosados las vivencias ocurridas. Causas y consecuencias que, correctamente tratadas, podrían efectivamente reducir el número de casos.

Mas no resulta serio bajo ningún punto de vista un poco más riguroso que el de ciertas personas que cualquier información masiva que circule sobre el tema no es más que una perversa falsificación de los hechos. El público ha sido educado para no indagar sobre los motivos, y para engullir obedientemente el ciego discurso de la masividad, que se reproduce a diario y sistemáticamente, manteniendo su estructura intacta y alternando solamente a los personajes sobre los que se enfocan las cámaras. El pedófilo simplemente ha pasado a ocupar el lugar de las primeras planas que antes ocuparan otros monstruos antisociales que ya han sido naturalizados, tales como ladrones, drogadictos u homicidas. El Mal de turno siempre debe renovarse, es condición básica y fundamental para mantener un sistema de control impecable, pues es así como funcionan las sociedades modernas. Antaño, los padres seguían el rastro de las amistades y horarios de sus hijos con la siempre oculta intención de protegerlos de las múltiples amenazas de la calle. Hoy día, mamá y papá no sólo deben continuar y agudizar estos controles, sino que a ellos se suma la necesidad imperiosa de asegurarse que hasta los maestros sean lo suficientemente decentes como para que su hijita regrese a casa con el himen intacto. Y bajo tal atmósfera de seguimientos opresivos constantes, se reduce cada vez más significativamente el tiempo que los padres pasan con sus hijos para crear lazos de amistad y cariño genuinos. (Lazos que son condición fundamental para que el retoño no se convierta en el futuro en, por citar un ejemplo entre muchos, un pervertido sexual).
En lugar de ello, sólo se busca el consumir y acumular casos, el ver cómo y de qué modo el victimario sometió a su víctima, y obtener hasta el más pequeño detalle del hecho en sí.
Luego, por supuesto, vendrá el reclamo por justicia. Entiéndase por ello, el hecho de difamar públicamente al criminal, seguido de una larga condena que deberá cumplir el mismo en el servicio penitenciario. Justicia que no se basa en la búsqueda de las causas, sino de los hechos. Justicia que no se basa en la posibilidad de revertir o evitar futuras situaciones posibles o similares, sino en la búsqueda de Un Culpable particular, y en enterrar su violencia con más violencia. Vivimos en un mundo que considera que esto es Justo. Y en el que muy pocos se dan cuenta que solamente se persiguen ideales imposibles, ingenuos y puramente subjetivos. Ideales tan lejos de ser alcanzables como la realidad está de ser cognoscible.



No hay mundo, no hay unidad, no hay bondad ni maldad. Hay caos y multiplicidad de sujetos, subjetividades y significados: jungla y el irrumpir del más fuerte. La verdad no existe, y la Justicia es Conflicto: es violencia, contienda, movimiento, generación y muerte. La justicia es dialéctica y la humanidad fue, es y será una masa amorfa de infradotados.
Y si al universo subyace, en última instancia, un orden verdaderamente Justo, es necesario que esta humanidad sea eliminada del mismo, y pronto: Justicia es el fin del mundo.

martes, 16 de septiembre de 2008

Ramiro y Sócrates.




A lo mejor no me lo creería usted, oficial, si le dijera que ayer por la mañana estaba ahí sentado, exactamente en la misma parada de colectivo, el niño de doce años empinando un tetrabrick de vino. Y es que a cualquiera que no se haya criado en este sitio le resultaría, no sé si inconcebible, pero seguro muy chocante; y sin embargo, para nosotros ya es cosa cotidiana ver a los chicos arruinándose así. Ahí estaba entonces, Ramiro, con sus doce añitos, con Sócrates y con su cartón de vino tinto. No todos por acá lo conocen muy bien, pues es de esos niños callados, pensativos, de los que no llaman mucho la atención ¿vio?, y créame que acá eso es suficiente para pasar totalmente desapercibido. Pero yo siempre fui de interesarme mucho por las cosas que movilizan un poco el alma, sobre todo por las personas que no le dicen a uno ni una palabra, pero con una mirada le cuentan más de lo que a uno se le hubiera ocurrido preguntar… no tenga duda de que la gente como esa en este barrio no abunda. Pero él es una de esas personas. Así que, aunque nunca hayamos tenido una relación muy cercana, siempre traté de seguirle el rastro y de mantenerme informado sobre la vida del muchacho.


Tenía los ojos medio colorados por el vino esa mañana, y la expresión que siempre tuvo en la cara, que parece que se está por largar a llorar. Y no me vaya a malinterpretar, que si bien le acompañaba siempre la angustia en el rostro, solamente una vez en mi vida le vi derramar algunas lágrimas, y créame que ha vivido desgracias el pobre muchacho. De hecho, yo comencé a reparar en él cuando apenas tenía cuatro o cinco años, y empezó a correr por la cuadra el rumor de que su padre (ya en ese entonces perdido por el alcohol) los fajaba a la madre y al él casi todas las noches, cuando volvía del bar de Carlitos. Y poco tiempo pasó para que los rumores se convirtieran en ruidos de platos rotos, y en discusiones que terminaban siempre con los gritos desesperados de la pobre mujer (que en paz descanse). Y claro, nadie hacía nada. ¿Quién se iba a acercar? ¿Quién iba a denunciar? En este barrio no se manejan esos códigos, oficial, lo que pasa en el hogar de cada uno, ahí se queda y de ahí no sale. Lo sabría bien usted con pasar tan solo un par de días en mi casa: se daría cuenta de que todas las noches se escuchan cosas por las que un hombre como usted, con todo respeto, se orinaría encima. Cuando no son gritos y amenazas, son disparos, cuando no son borrachos matándose a golpes son cristales estallando, cuando no, alguna pobre chica que la agarran entre algunos cuantos y vaya a saber qué cosas le hacen para que grite así… mejor ni averiguarlo mire, que por algo dicen que la curiosidad mató al gato.


Le comentaba entonces que el padre, borracho y mujeriego como pocos, y para colmo violento, se la agarraba contra la pobre familia, y ya le digo, mujer más buena que la madre de Ramirito no he conocido yo en mi vida, y mire que he vivido años. Era chorro de profesión, el padre; había tenido alguna vez un trabajo de albañil o de pintor, alguna changa de esas cada tanto, pero con eso estoy seguro de que no le daba ni para pagarse las cuentas del bar. Y cada tanto se desaparecía unos días del barrio, casualmente cuando algún policía pasaba preguntando por él. La madre traía un par de pesitos a casa, como para que no faltara el pan, de lo poco que le pagaban por ayudar en el almacén de la esquina. Así y todo se las arreglaba para mandar al chico al colegio, los pocos años que duró. Pero por más pan y colegio que hubiera, la pobre mujer no podía evitar que el viejo cuando llegaba se quitara el cinturón o una zapatilla y arremetiera contra madre e hijo por igual.


Fue cuando tenía más o menos seis años que hablé con él la primera vez. Alegre, educado, uno de esos chicos con los que da gusto pasar un rato. Yo tenía por ese entonces una perra vieja que me había quedado encinta, y unos meses después tenía dos cachorritos para regalar. El niño vino a llevarse uno con su madre. Contentísimo se fue, pero me arrepentí toda la vida cuando esa noche escuché al padre castigándolos con más furia que nunca, porque claro, ¿con permiso de quién habían ido a conseguirse un perro…? Pero la noche pasó, y al perro lo mantuvieron. De hecho, nunca hasta esta mañana lo volví a ver a Ramiro separado del ovejero alemán. Sócrates le puso, después de una de esas charlas que tuvo conmigo, en la que le conté sobre el personaje ése, no sé si era un italiano o qué, pero había leído en algún lado que fue el hombre más inteligente del Mundo. Y se ve que al chico le gustó, porque adoptó inmediatamente el nombre para el can, y siempre, desde entonces, le trató de usted.


Un año después de eso, más o menos, fue cuando pasó lo peor. Llegó Ramiro a la casa con Sócrates (volvía de jugar a la pelota, creo) y se encontró la escena de su padre descalzo y en cueros llorando en el suelo, la madre que yacía a su al lado, una botella rota y el vino que se mezclaba con la sangre en un charco. No era en realidad un cuadro que el niño nunca hubiera visto antes, la principal diferencia era que ésta vez la madre ya no respiraba. El padre le dijo que se le había roto la botella y la madre se había resbalado con el vino y se fue a romper la cabeza contra el suelo… El chico tendría siete años, pero no era ningún boludo, con perdón. Siempre supo que había sido el borracho hijo de puta ése el que la mató, pero no dijo una palabra. Resultó ser todo un hombre; si viera la templanza y la madurez con que soportó todo, me daría usted la razón. A tal punto, fíjese, que no derramó una sola lágrima, oficial. Aunque a veces pienso que habría sido mejor que hubiera despedido a su vieja como Dios manda ¿sabe?, yo creo que ese tipo cosas siempre dejan una marca, y a lo mejor influyen mucho en lo que uno termina haciendo de su vida.


Sin ir más lejos, tendría que ver usted las “amistades” que el pobre chico se buscó un tiempo después. Se empezó a juntar con una barra de pibes más grandes que él, que andaban siempre en la plaza frente a la capilla, y nunca sin una cerveza o unos gramos de coca encima. Pibes que roban en su propio barrio, oficial, y que no tienen una sola preocupación en la cabeza más que cuidarse el culo de cada uno y sobrevivir al día. Esas no son amistades para un chico de ocho años, ¿no le parece? Pero Ramiro nunca había sido muy sociable y, la verdad sea dicha, nunca le conocí un amigo “normal”. Encima fue por esa época que dejó de ir al colegio, entre otras cosas porque el padre no podía ni pagar su propia deuda en lo de Carlitos; mucho menos, imagínese, podría mantener apropiadamente al chico. Viéndolo así, se entiende que el muchacho haya empezado a salir a robar; aunque, créame, yo sé que le duró poco.


Una noche de invierno hace un par de años, estaba con uno de los pibes esos que le digo, tratando de abrir un coche para llevarse vaya uno a saber qué, y yo no sé si habrá saltado la alarma o qué, la cosa es que los dueños del coche andaban por ahí, los vieron, y los empezaron a correr. El otro pibe salió rajando sin mirar ni una vez para atrás y se escapó. Ramiro intentó seguirlo, pero no tuvo tanta suerte: lo agarraron entre los dos tipos, y lo molieron a palos. No se da una idea, oficial, de cómo dejaron al pobre chico. Yo no sé qué clase adulto es capaz de pegarle así a una criatura. A tal punto, mire, que estoy seguro de que si Sócrates no saltaba ahí y le arrancaba la nariz de un mordisco a uno de los tipos, a Ramiro lo mataban ahí nomás, a puño limpio. Esa cicatriz horrible que tiene en la mejilla ¿la vio?, se la hicieron esa noche. Estuvo dos semanas en el hospital, todo vendado, y le juro que el único que se quedó ahí con él todo el tiempo fue el perro. No lo querían dejar entrar, claro, pero uno de los enfermeros era conocido mío y lo convencí. Y menos mal, porque con la compañía que le hizo el padre, el pibe se hubiera muerto de solo. Yo fui a verlo un par de veces también, pero bueno, tenía que trabajar, así que tampoco podía quedarme mucho con él.


Igual pasamos algún tiempo juntos, y pudimos charlar mucho sobre algunas cosas. El ya tenía diez años pero parecía de veinte por la cabeza que tenía, no le jodo. Un muchacho muy inteligente, muy sabio. Me acuerdo de cómo le había quedado dando vueltas en la cabeza el “te voy a matar” que le repetía uno de los tipos que le pegó. En realidad, no tanto por ese momento en particular, sino por la cantidad de veces en que se lo habían dicho en su vida, como si la frase lo hubiera marcado más aún que la imagen de la madre muerta. Me contó de las innumerables veces en que se la había dicho el padre, mientras lo fajaba, o los compañeros del colegio. “Te voy a matar”. Hasta una maestra, cuando lo encontró masturbándose en el baño de la escuela a los ocho años. ¿Cómo puede no influir mal eso en un chico, oficial? La verdad es que me daba una lástima…


Después de que salió del hospital, Ramiro era como un fantasma en el barrio. Se lo veía pasearse con Sócrates, volviendo de pedir monedas en la estación del tren o de alguna que otra changuita que se buscaba para ganarse dos o tres pesitos. Fue por esa época que empezó a tomar. Yo supongo que la primera vez le habría afanado alguna botella al padre, que, dicho sea de paso, ya no le podía pegar ni a una mosca. Había quedado medio tarado y tenía el cuerpo a la miseria; el alcohol le había consumido la vida ya. Escupía sangre… la verdad, si no conociera su pasado, habría sentido mucha lástima por el tipo. La cuestión es que Ramiro había empezado a tomar, y entre el año pasado y éste, yo lo veía siempre a la tardecita volver del lado del norte con el perro siguiéndolo, un tetrabrick en una mano y la otra en el bolsillo. Siempre cabizbajo. La verdad es que nunca más volvimos a charlar mucho, así que no se exactamente qué hacía de su vida y qué cosas pasaban por su cabecita esos días.


De hecho, tengo que admitir que casi me había olvidado de él hasta lo de ayer a la mañana. Estaba, como le dije, sentado ahí en la parada del colectivo con su vino y los ojos colorados, y Sócrates ladraba y corría alrededor como loco, persiguiendo unas palomas que había por ahí. No sé si estaba esperando el colectivo o simplemente se había tirado ahí a pasar el rato. Yo justo salía de mi casa e iba para el trabajo cuando lo vi. Lo saludé de lejos con la mano, pero, si me vio, no se molestó en devolverme el saludo. Así que empecé a caminar para el otro lado, y no habría dado más de diez o quince pasos cuando escuché los gritos del chico llamando al perro (“¡Sócrates! ¡Sócrates, venga para acá!”), y al mismo tiempo, el ruido de la frenada. Obviamente volví hacia atrás, y lo vi al perro ensangrentado y desparramado por los adoquines con las tripas por afuera, abajo del colectivo, y a Ramiro parado justo en frente, al punto que si frenaba un metro después, el pibe tampoco la contaba, no le jodo. Estaba parado, duro, y por primera vez en la vida, le chorreaban las lágrimas por el rostro. Al cabo de unos segundos, el colectivero se asomó y le gritó: “Pibe, ¿te vas a subir o te vas a correr?”. Ramiro se refregó un poco los ojos, se acercó muy despacio a la ventanilla del chofer, y con la voz quebrada le dijo: “Señor, era mi perro, ese que acaba de pisar”. “Disculpá, pibe”, le contestó el otro, y arrancó nomás. Ahí recién se dio vuelta, y me vio del otro lado de la calle. Estaba desconsolado, oficial, imagínese. Y yo me olvidé del laburo y de todo. Crucé y lo ayudé a levantar al perro; lo llevamos como pudimos, porque ya estaba medio desarmado ¿vio?, y lo enterramos en el predio que está a la vuelta de mi casa. Estuve un buen rato intentando darle charla pero el chico no abrió la boca en toda la tarde, y a la tardecita yo me fui a hacer el turno nocturno en la fábrica, porque sino ya me rajaban ¿sabe? Me habría gustado poder quedarme un poco más con él. A lo mejor hasta podía evitar toda esta situación… pero bueno, lo que pasó, pasó, y ya no se lo puede cambiar.





















Eso es todo lo que le puedo decir con seguridad, oficial. Cuando yo llegué del trabajo hoy a media mañana, ya estaban todos ustedes por ahí buscando testigos y eso. Por el padre del pibe ni se moleste, que ya hace un par de semanas que nadie lo ve por el barrio, y tenga por seguro que no se va a aparecer por acá. Lo demás son todas suposiciones. No creo ni que haya dormido, debe haber estado esperando toda la noche despierto en la parada, vino mediante, hasta que el colectivo volviera a pasar esta mañana, haciendo el mismo horario y recorrido de todos los días. El cuchillo con el que mató al chofer lo debe haber agarrado de la casa, porque es un tramontina de cocina común y corriente según me dijeron… Mire, yo sé que es serio lo que hizo, pero trate de tener en cuenta lo que le conté, le doy mi palabra de que no le dije una sola mentira. Si lo conociera, entendería usted su conducta en cierto modo. No es que yo diga que está bien lo que hizo, por Dios que no es eso lo que pienso. Lo que quiero decir es que, en el fondo, es un buen muchacho. Usted me entiende ¿no? Si no, tenga por seguro lo que le digo, que soy un hombre viejo y yo también tuve una vida dura: a como son las cosas en donde me crié, a veces es preferible un perro fiel a todos los amigos del Mundo.

Si, ya sé, se hace tarde. Yo tampoco dormí hoy. No sé porqué gasté tanta saliva en esto, si al fin y al cabo, no van a cambiar mucho las cosas por lo que yo diga o deje de decir. Le pido mil disculpas por haberme prolongado tanto en el relato. ¿Sabe qué pasa, oficial? Creo que yo soy la única persona en el barrio que conoce de verdad al pobre muchacho, y me resulta un poco triste saber que tanto para ustedes como para el juez como para los diarios y, al fin y al cabo, para todo el mundo, Ramiro de hoy en más va a ser simplemente “el pibe de doce años que asesinó a un colectivero”.

miércoles, 27 de agosto de 2008

Madrugada de otro domingo porteño.




Desde lejos sos una figurita oscura recortada sobre la vereda contra el cielo blanco leche del primer rayo de sol de madrugada. Una figurita oscura con las manos en los bolsillos, a la que desde lejos no se le ven las lágrimas colándose por entre los párpados y los dientes apretados. Es domingo ya. La euforia del sábado a la noche hace rato fue devorada por el letargo implacable de la tarde que se viene. Hace un frío de esos que te cortan la piel. Los pibes se van a dormir borrachos a esta hora los domingos. Y ella está en alguna parte de la ciudad arriba de algún colectivo, pero muy lejos. Y más lejos a cada segundo que le dedicás al tiempo para pensar en ella.
A lo mejor está llorando, también. No sabés.
Puede ser que no.

¿Y si no? Entonces las lágrimas te inundan totalmente las córneas y el barrio. Y a pesar de la fuerza que hace el pecho para adentro, hasta se te escapa algún gemido. O por ahí justamente por eso. Igual, que vergüenza. Menos mal que no hay una puta alma afuera, porque, como te digo, hace un frío tan penetrante que hasta los perros de la calle se guardan entre la basura buscando abrigo. Los primeros cristianos se levantan a eso de las ocho los domingos. Falta todavía. Y con este frío, a lo mejor hasta se quedan un rato más en la cama y van a la otra misa. Así que podés seguir llorando y gimiendo y pateando piedritas tranquilo un par de horas si querés, o hasta que se te pase la rabia, o lo que sea que estás sintiendo ahora. Esa mezcla deforme... pasta cruda de sentimientos indescifrables. Pero rabia hay. Y angustia, seguro, de esa tenés siempre. Un poco de miedo y otro tanto de bronca. Pero lo más raro es eso que te está haciendo llorar así ahora. Ese equilibrio exacto entre todas las sensaciones que hace que no caigas del todo en ninguna y las trasciende a todas en una armonía que de a momentos hasta llega a un pico de una curiosa... ¿alegría? Bah, no sabés como llamarla. Yo tampoco. Pero sabés de que te hablo. Eso que hace que te veas desde afuera: llorando, con el ceño fruncido, aspirando los mocos, tropezándote con el cordón, con los puños apretados en los bolsillos. Y cuando te abstraes y pasas a ser la figurita oscura caminando con el sol de la mañana, todo toma un tinte hasta gracioso... o irónico, más bien; pero gracioso al fin. Porque al mismo tiempo estás adentro y no podés escaparle del todo a ese deseo de cruzarte con alguien sólo por las ganas de partirle la cabeza. Hay que ser sabio para reírse así de uno mismo.

Igual ya estás cerca de casa, unas cuadras nomás. Vas a llegar y comer algo. Hasta te podés dar una ducha y lavarte las lágrimas y los mocos y la tierra de las manos. Y cuando te acuestes te vas a olvidar por un rato de la tristeza. O por lo menos del frío (que frío, laputamadrequeloparió) y del cansancio.

Y hoy podés dormir todo el día, es domingo.
Una dimensión aislada del fluir de la semana.
No existe el tiempo los domingos.
Y el espacio se limita demasiado.




Y ella ya debe estar llegando a casa también. Si, no la quise mencionar mucho, pero sé que en todo este tiempo sólo estuviste pensando en ella. No la vas a ver en mucho tiempo, parece. ¿Llorará?
¿Estará pensando en vos al menos...?

Esta mierda de ser siempre uno y no saber nunca absolutamente nada de todo lo que pasa por afuera.


La rutina no viene a ampararnos los domingos. La libertad extrema angustia, y el vacío interno cobra mucha fuerza. Si no te gusta el fútbol, cagaste.
Mucha gente se suicida los domingos.





















(pero vos sos un cagón)









No comiste, no te desvestiste, no te bañaste. Llegaste y te tiraste sucio y frío arriba de la cama deshecha; y mordiste la almohada, entre saliva y lágrimas, hasta el lunes a la madrugada.

lunes, 11 de agosto de 2008

Una ventana al inconsciente.

Tengo a veces sobre mi cabeza una ventana al inconsciente de alguien más, y cada vez que la recuerdo, me incorporo y me asomo a ella, y paso horas preguntándome si el mío se parecerá en algo a ese desierto de arenas grises y amarillas bajo un cielo cuyo azul se va volviendo más pesado y más eléctrico a cada centímetro que se eleva sobre el suelo.
Y sobre un pequeño hombrecillo de plástico, que se desgarra en un abrazo solitario contra el mármol frío de la ausencia del objeto de su afecto, toma forma un rostro inmenso de una piel suave y arrugada, sin boca, sin ojos, sin cabellos; sólo un cráneo deforme y alargado envuelto en piel. Muerto, como dormido, y sus largas pestañas cosquillean a los insectos que se alimentan de su muerte.
Ya llegando al cuello, la cabeza deriva todo su peso a un pedestal gris metálico, que expulsa unas raíces azules que se clavan profundamente en la arena y mantienen al cráneo fijo en su posición, e inerte frente a todo el caos rabioso que lo rodea, al punto que es ese rostro lo único en todo el paisaje que se mantiene estático y armoniza la explosión de movimiento, viento seco, piedras, sangre, arena y hombres ciegos y pequeños caminando en círculos por el desierto.

Del otro lado de la cabeza, la nuca se derrite en un lago de piel líquida del cual emerge, del pecho para arriba, la figura de una mujer terrible y hermosa. Terriblemente hermosa, porta un lirio blanco entre los senos, los ojos apaciblemente cerrados, y unas venas azules por las cuales circula un pútrido y salado veneno decoran su rostro. Sus cabellos se enredan en el viento salvaje de arena y aire, y su nariz acaricia suavemente el sexo metálico de un hombre cuyas piernas, viriles y manchadas de sangre, emergen también del lago de piel pastosa y sirven de apoyo al hombro de la mujer hermosa, que se recuesta sobre ellas y respira sexo, y el hombre se consume en deseo.


Los minutos estallan, el tiempo se licua, el viento desintegra el aire. Los hombrecillos grises se pasean, ciegos, erráticos, se chocan, se odian, se besan. Dios. Puro y sagrado arbitrio. Las piedras se hunden en la arena y la Muerte se eleva por sobre todos los insectos. El cielo de azul pasó a negro, y ahora la arena es roja, y sus granos son aún más pesados y cortantes. El aire pesa, duele.
La mujer corre sus párpados y descubre dos globos de carne seca, chamuscada, y su boca se abre dando lugar a una lengua muy fina y una fila de dientes filosos y alargados que se clavan en una mordida carnívora, y arrancan los metálicos genitales en una euforia asesina, para hundirse luego en la piel acuosa para siempre.
El sexo mutilado se condensa y estalla en una catarata de sangre potente que se cuela por la nuca y revitaliza el cráneo; y la fuerza de su chorro empuja el lirio desnudo, que desciende despacio por el aire hasta cubrir y cobijar al hombrecillo ciego, solitario, desgarrado, angustiado y plástico, que ni por un solo instante dejó de abrazar el mármol.















En el último segmento de la línea del horizonte, un anciano contempla la escena, petrificado, de la mano de un niño.

miércoles, 25 de junio de 2008

Necrofilia (Metáforas III)

Hay un cadáver debajo de mi cama
que aparece durante las noches
en el sordo silencio del cuarto
y tiñe el aire oscuro y estéril
de densos vapores
pútridos.


Hay un cadáver debajo de mi cama
que se revuelca entre el polvo y
las costras que se desprenden
de su piel reseca y muerta
y llora tristes lágrimas
de sal pura.


Hay un cadáver debajo de mi cama
hace ya un tiempo abrió sus venas
con sus dientes, y ahora espera
acurrucado en la penumbra
del olvido, ahogando un
grito en sangre
seca.


Hay un cadáver debajo de mi cama
que se fuma todos mis cigarrillos
con su aliento de diezmil años
de muerto, con sus labios
agrietados y su lengua
de desierto.


Hay un cadáver debajo de mi cama
despierta al apagarse las luces, y
quiebra el silencio del cuarto:
me pregunta en un susurro
si podría hacerle el favor
de matarme
por él.






Hay un cadáver debajo de mi cama
que se sienta en silencio a mi lado
durante el momento más oscuro
de la noche y extiende su mano
seca muerta, agusanada mano
y, mientras yo estoy dormido
el cubre con suaves caricias
mis cabellos, mis mejillas






y mi cuerpo.
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miércoles, 18 de junio de 2008

Yendo hacia adentro.

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You don't throw your life away going inside. You get to know who's watching you, and who besides you resides. In your body, where you're slow, where you go doesn't matter cause there will come a time when time goes out the window. And you'll learn to drive out of focus.

I'm you.

And if anything unfolds It's supposed to. You don't throw your time away sitting still. Im in a chain of memories, It's my will. And I had to consult some figures of my past. And I know someone after me will go right back. I'm not telling a view. I've got this night to unglue. I moved this fight away, by doing things there's no reason to do.

sábado, 7 de junio de 2008

Repetidas tristes veces pienso qué sería de mi alma si no estuvieras tu a mi lado, tu para darme sonrisas tu para leer mis ojos tu para decir "te amo", tu para cubrirme en besos tu para torcer el tiempo tu para sentir tu cuerpo tu para romper mis miedos tu para cortar la angustia del eterno pensamiento, tu para enseñarme un mundo tan hermoso como el cielo un cielo puro de verano en una noche de una luna y un derroche de minúsculas estrellas que dibujan todas bellas un acogedor refugio para dos enamorados que se besan refugiados y lo único que logran a través de cada instante es volver a enamorarse; luego esbozo una sonrisa y aparezco despertándome a tu lado, a tu lado despertando, a tu lado descubriendo que a tu lado la vigilia es mi sueño más soñado.

sábado, 17 de mayo de 2008

Manifiesto anti-escritores.

No ha de ser el orgullo consigo mismo lo que lleva a un autor a convertirse en tal, sino más bien, la vergüenza. Es sin duda la escritura el arte de aquellos que desean ser gente distinguida, pero a quienes nunca les ha ocurrido ningún hecho interesante en su vida, y por ende, deben recurrir a inventar estos hechos, y envolverlos en una ficción cuidadosamente elaborada, para que los futuros lectores pasen luego horas de su tiempo cavilando en si lo que acaban de leer le ha ocurrido verdaderamente al creador del texto o ha sido producto de una particularmente bien dotada imaginación. Claro que para hacer esto, los escritores al principio deben navegar a la deriva en los inabarcables mares del anonimato, y dedicar muchísimas horas preciosas de su vida a la sádica contemplación artística o filosófica de su entorno; contemplación que no ha de llevar más que a una vocación inútil e innecesaria para el progreso humano como es el oficio del artista (de cualquier índole), o del pensador (sin mencionar el hambre y las carencias materiales que sufren dichas criaturas).

Y aún así, para la media ignorante y conformista de la sociedad, el escritor aparece como un personaje diferente, especial, dueño de un don concedido a pocos, pensante, hasta podría decirse, intelectualmente superior al resto. Goza de un prestigio muy particular, sostenido por un infundado respeto a su sarta de delirios. No se dejen engañar, estimados lectores, ante estas falsas concepciones: el escritor es, ante todo, un ser tan común, corriente y mediocre como un verdulero, un mecánico, un kiosquero, un corredor de bolsa (o de carreras), un médico o una presidenta; es decir, un ser tan patético como cualquiera, que simplemente se vale de la maravillosa (y a esta altura, totalmente accesible) invención de la escritura para plasmar su aburrida e inconclusa subjetividad en pilas y pilas de papel.

Y llegamos así al primer punto importante de éste manifiesto: el papel es un bien cada vez más escaso en el mundo. Hoy en día observamos infinidad de talas indiscriminadas de árboles en diversas zonas del planeta (las que alcanzan su máxima expresión en el futuro desierto amazónico, antiguo pulmón del mundo) ¿Y para qué? Principalmente para la fabricación de papel ¡Papel que estos monstruos escribientes demandan sin consideración, sin segundos pensamientos por el bienestar de la humanidad toda! Exigen libretas, cuadernos, hojas y hojas de diversos papeles para imprimir en ellos sus insípidas poesías, sus falsas historias, sus complicados, circulares e inútiles razonamientos; y no les importa en lo más mínimo el hecho de que los glaciares se derritan, que las temperaturas suban, que se inunden las ciudades, que haya escasez de alimentos y agua... así es, señoras y señores, así de desconsiderada y egoísta es esta gente. Estamos hablando de papel que podría (o más bien, debería) utilizarse para la masiva elaboración de billetes, siendo el dinero un bien tan escaso hoy en día para la gran mayoría de la humanidad; pero no ¡Más de la mitad de la población mundial debe pasar hambre y soportar la peor de las miserias, para satisfacer el capricho de estos pseudo-intelectuales! Egoístas, que no sólo demandan papeles para la creación de su propia obra, sino también para la reedición de otros libros... ¡Libros preexistentes, que ya han sido impresos! Pues ellos no se contentan sólo con tener papel para su escritura personal, no, ellos desean también acaparar la mayor cantidad de libros posibles, de cualquier autor, cuantas más páginas mejor, y acumularlos en extensas bibliotecas; no importa si realmente se dedicarán a leerlos o no, ellos simplemente desean poseerlos, esgrimiendo el vergonzoso argumento del valor simbólico de dichas obras, y apelando a la sensibilidad de los débiles.

Cuestión importante es también el uso que estas bestias alfabetizadas le dan a la lengua. Es evidente para cualquier ser humano en su sano juicio que el exceso de lectura o escritura conlleva, inevitablemente, al exceso de pensamiento; y no es éste un mal menor: nadie que lo haya padecido se ha recuperado correctamente. Es una dolencia que lleva a los devastadores tormentos de la angustia eterna; a la locura intelectual; al flagelo de las drogas; a una inteligencia que crece hasta sobredimensionarse, para finalmente colapsar en la demencia. Una enfermedad más seria que cualquiera de las conocidas por el hombre. Sin exagerar, me atrevería a llamar a este mal: “cáncer del alma”, y su única cura: el suicidio. Si, estimados lectores, estamos hablando de un mal incurable; tal es la gravedad de este asunto, y aún así, nadie parece advertirlo o darle la menor importancia. Es tiempo de tomar conciencia, y es por ello que he decidido, luego de extensas meditaciones, comenzar a escribir estas líneas, con la esperanza de develar las conspirativas maquinaciones que atentan peligrosamente contra el progreso del ser humano.

Si aún luego de estos indiscutibles argumentos no he terminado de convencerlos, no hace falta más que observar las devastadoras consecuencias que han traído a la humanidad ciertos libros, como la Biblia, Mein Kampf, el Corán, o el Manifiesto Comunista (por citar algunos ejemplos); todos precursores de años y años (y en algunos casos, hasta siglos) de sangrientas guerras y muertes innecesarias, en el nombre de ideas descabelladas, producto de la envenenada mente de diversos lunáticos. Seres inadaptados que escapan del mundo social, material, tangible, para refugiarse en el de las ideas huecas, inconsistentes, carentes de todo sentido práctico; comunicándolas de un modo tan sutil y elegante, que atrapan a las mentes desprevenidas, y las modelan según sus retorcidas intenciones. Es sólo cuestión de tiempo luego, para que choquen los intereses entre miles de ideas contradictorias, y éstas lleven a los pobres hombres controlados por ellas, cegados por las mentiras, a violentos e irresolubles conflictos siempre teñidos de sangre y de muerte.

No nos dejemos engañar, no caigamos en la red de mentiras que estos repugnantes esbozos de ser humano, en nombre de la "razón", tejen para ganarse el apoyo de la opinión pública; no seamos cómplices de sus falsos conocimientos; no asimilemos como verdades los textos infernales que ya tanto daño han causado en este mundo. La escritura representa el atraso, vivimos en una era en la que el pensamiento ya no es necesario: tenemos la sabiduría, la tecnología y la diversidad de artefactos necesarios para que éstos piensen y actúen por nosotros, ahorrándonos esa difícil y agobiante tarea, que ha llevado a tantos a la depresión y al suicidio, acto este último harto retrógrada. Basta ya de sucumbir ante ellos, debemos formar un frente unido y detectar a estos seres desviados antes de que sea demasiado tarde, enseñarles el verdadero camino, y construir así, de a poco, el mundo feliz y libre de angustia que todos nos merecemos.

jueves, 15 de mayo de 2008

Ensayo grisáceo.

Hay algo gris en tus ojos esta noche

hay hojas grises en los árboles del parque

es gris el sordo ruido de los coches

grises recuerdos de la vida gris de antaño






hay nubes grises cubriendo el cielo gris de invierno

y gises flores adornan grises ventanas

gris se ha hecho el deseo, el amor y hasta los sueños

grises porteños hacen la gris Buenosayres


















grises doctores curan grises pacientes
grises pensantes en grises pasillos piensan
grises cuerdos encierran grises dementes
grises devotos en grises iglesias rezan

grises familias en grises mesas almuerzan
grises campeones en grises torneos pierden
grises maestros en grises aulas enseñan
grises ancianos en grises recuerdos vuelven

grises gendarmes golpean las grises gentes
grises poetas en grises esquinas lloran
grises adultos visitan grises parientes
grises viajantes en grises caminos flotan

grises amigos en grises bares conversan
grises milicias en gises cuarteles mienten
grises parejas en grises plazas se besan
grises sensibles en grises balcones sienten


















yo soy gris hoy

y vos, estas aún mas gris que ayer


y aunque somos grises como el resto de la gente

vos y yo somos de un gris diferente








los chicos juegan grises esta tarde

los dias son grises en Buenosayres

pájaros grises cantan en grises ramas

la música suena gris en Buenosayres



su música es gris
tu lírica es gris
nuestra alma no es gris
mi poesía es gris



el cielo es siempre gris en Buenosayres

y hay otros grises perros en la calle

las siempre grises calles de los siempre grises barrios

la vida es siempre gris en Buenosayres


















y yo no quiero ser gris







prefiero una vida negra a una vida gris

sábado, 3 de mayo de 2008

Pregunta

Se lo pregunté primero al cielo. Le pregunté a la lluvia, al sol, a las nubes y a los vientos. Le pregunté luego a los árboles, a los pájaros, y a las flores. Le pregunté también a las piedras y a las aguas.
Les pregunté a todos los que han estado por siempre en esta tierra, y todo lo vieron; qué había ocurrido para que hoy yo esté preguntándoles esto.
























Nadie respondió.

viernes, 18 de abril de 2008

Bloques

Antes había muchos terrenos cubiertos de nada, que abarcaban casi toda la superficie del mundo, nada inútil, vacía, carente de todo sentido: simplemente Nada. Fue un tiempo después (después de antes) que comenzaron a anexarse, lentamente, los primeros bloques. Al principio no eran tan coloridos ni entretenidos como los actuales, y se construían de una manera más rudimentaria con materiales poco atractivos, como madera o piedras. Pero si bien eran primitivos, cubrían de un modo elegante y efectivo la gran Nada, y comenzaban a formarse distintas vías de comunicación que los intercomunicaban, de manera que los Hombres pudieran llegar de un bloque al siguiente con el menor contacto posible con la inhóspita Nada.
De a poco, los bloques se fueron embelleciendo, creciendo y evolucionando. Fue, por supuesto, un proceso que ha tomado miles de años de historia humana, y que aún no ha terminado.
Comenzaron a utilizarse materiales de más rápida y fácil manipulación, como los ladrillos, los metales, el cemento, el pavimento, y más tarde, el vidrio y el plástico. Y los Hombres que aún habitaban la Nada, comenzaron a abandonarla gradualmente para instalarse en los bloques, de manera que éstos siguieron (y siguen) creciendo exponencialmente.
De ésta manera, los Hombres fueron constituyendo su propio desierto estéril, y refugiándose dentro de él, cada vez más ajenos a la Nada horrible y amenazante que los había engendrado en tiempos cada vez más olvidados.


Así, se refugiaron y entonces, se miraron los unos a los otros, dentro de éstos bloques, minúsculos espacios del mundo, juntos, muy juntos, apretados, incómodos, asfixiados, y comprendieron que nunca hasta ése momento se habían dado cuenta de lo antihumano que es compartir.

martes, 15 de abril de 2008

Sin tiempo para escribir,

apenas con tiempo para ser feliz.

domingo, 6 de abril de 2008

El séptimo sueño.

(tictactictactictactictactictactictactictactictactictactictactictactictac)


Las horas se desprenden del tiempo y van cayendo, una por una, a veces más despacio, a veces más rápido. A veces efímeras, a veces eternas. Las agujas golpean el aire dentro del reloj, se aceleran y desaceleran, se abren, se cierran, expelen un sonido que se torna más desesperante con cada nuevo segundo que transcurre (tictactictactictactictactictactictactictactictactictactictac). Se atenúa un poco su errático pasar con el incesante goteo de la canilla en la pileta de la desordenada cocina, y con la distorsionada e irreconocible melodía (¿acaso un jazz?) proveniente de la vieja radio que, si bien se halla en el cuarto contiguo, resuena lejana y distante como si se hallase en algún departamento vecino.
El ancianito se despierta por quinta vez en el día, sentado en su sillón, y abre sus ojitos celestes húmedos tristes, ahora fijos en el ruidoso reloj enfrente suyo.


(tictactictactictactictactictactictactictactictactictactictactictactictac)


Afuera, el sol brilla, fuerte, imponente en el cielo, cobra vida y rejuvenece el mundo a sus pies, y alimenta la sinfonía de los pájaros, los niños, los autos y colectivos...
Adentro, las ventanas cerradas retienen todos los sonidos del mundo.
Adentro, las gruesas cortinas se roban toda la luz del mundo.
Adentro, el ancianito cierra sus ojitos celestes húmedos tristes, y se queda dormido, por sexta vez en el día.


(tictactictactictactictactictactictactictactictactictactictactictactictac)


En la distante radio ahora suena un inexpresivo locutor que opina y opina sobre todo lo que pasa en todo el mundo fuera de ése pequeño y oscuro departamento, opina y opina y opina, serio, aislado, opina y opina y nada dice. Suena un teléfono en el pasillo, y la voz de mujer que atiende su llamado se va desvaneciendo junto con unas pisadas que se alejan por las escaleras. El ancianito murmura dormido tres o cuatro palabras inteligibles.


(tictactictactictactictactictactictactictactictactictactictactictactictac)


El lejano locutor levanta un poco la voz, y el ancianito se despierta sobresaltado, por sexta vez en el día. Se levanta despacio, muy muy despacio, y muy muy despacio camina hacia el baño, bastón en mano. Al cabo de unos minutos está nuevamente sentado frente al ruidoso reloj, y sus ojitos celestes húmedos tristes comienzan a ser cubiertos nuevamente por unos párpados pesados y arrugados. Vuelve a sonar la radio lejana, que ahora emite un viejo tango de Discépolo, y el ancianito logra retener la vigilia, intentando recordar cuál éra el recuerdo que le traía otrora ese tango tantas veces escuchado. La mirada melancólica, fija en el reloj, pensativa, ausente, distraída, triste triste.


(tictactictactictactictactictactictactictactictactictactictactictactictac)


Afuera, en el mundo frente al pequeño y oscuro departamento, se levanta un fuerte viento, pasa un colectivo lleno de rostros grises, dos perros se pelean ferozmente por un trozo de carne, el señor Fontana acaba de cerrar un negocio millonario en una oficina a un par de edificios, unos niños juegan a la pelota y gritan y se pelean y se divierten y se ríen salvajemente; una línea de hormigas transporta provisiones al hormiguero, una hoja marrón se desprende de un árbol y danza circularmente en el aire antes de caer suavemente sobre el pavimento, interrumpiendo la línea de hormigas, cerca de donde se pasean un par de palomas viejas, en busca de las migajas de pan que una mujer, también vieja, les ha dejado en la puerta de su casa; un linyera camina con un cartón de vino en la mano, seguido por un famélico perro negro, un pajarito canta alegre en la rama de un árbol (pero no de aquél de donde se había desprendido la hoja marrón, sino otro), una niña deshoja una margarita, un muchacho que se pasea en una bicicleta le arrebata el maletín a un hombre de traje azul que se había distraído encendiendo un cigarrillo, y el sol se va poniendo despacio detrás de la ruidosa autopista, donde circulan muchos muchos autos que se odian mucho entre ellos y se apuran mucho todos por llegar a muchos sitios distintos, y en cada uno de esos sitios pasan muchas cosas parecidas a éstas (pero a la vez muy distintas), y muchas muchas muchas muchas muchísimas más.


(tictactictactictactictactictactictactictactictactictactictactictactictac)


Adentro, todo oscuro, todo ajeno, todo gris, un tango que se va desvaneciendo, y un ancianito que se va adentrando despacio en el séptimo sueño del día.

jueves, 3 de abril de 2008

Milmillonesdemambos

Que difícil se torna escribir
cuando uno no tiene nada en la cabeza que decir

y mil millones de versos
en el alma.




Que daría yo por conseguir
algún instrumento que me permitiera traducir

sentimientos, sin esfuerzo,
a palabras.

sábado, 29 de marzo de 2008

No somos Nada

Angustia somos sólo angustia y nada más.


Garganta anudada rasposa seca.

Ojos aguados ardorosos tristes.

Boca cerrada dientes apretados.

Sangre hueso angustia y sangre.

Cuerpo tenso expectante dolorido.

Mente/alma cerebro dormido.

Tiempo espacio y carne sensible.

Llanto alegría pensamiento podrido.


Angustia somos sólo somos angustia solamente eso y animalidad.

lunes, 24 de marzo de 2008

Inauguración Mundial del Blog de Gonza.

Pase quizás desapercibido al principio, como todo gran acontecimiento en la Historia, que comienza por formarse primeramente en el rincón más recóndito de la mente de sus actores, los que luego condicionarán su comportamiento en base a lo que ése rincón casi inconsiente les dicte, generando así acciones que, incluso sin que ellos lo sepan, irán desencadenando la sucesión de eventos que da lugar a dicho gran acontecimiento histórico, acontecimiento que pasará a convertirse entonces en una bisagra en la línea del tiempo, y cuyas consecuencias más profundas serán las que pasen a formar parte de la vida cotidiana universal luego de dicho acontecimiento bisagra, ya que todo gran cambio en la historia, el fin de una Era y el comienzo de otra, no es sino una serie de cambios en la vida cotidiana de sus actores y sus descendientes, de tal modo que el acontecimiento en sí carece de importancia al fin (si bien es lo que aparecerá en los libros de historia en el futuro), puesto que el verdadero cambio acontece en el día a día, en las acciones cotidianas, en la rutina, y es la rutina la que hace a los hombres, y los hombres los que hacen la historia, de modo que la historia es el estudio de los cambios en la vida cotidiana a través del tiempo, definidos por hechos históricos puntuales, tales como revoluciones, invasiones, caídas de imperios (por citar algunos ejemplos), entre otros; acontecimientos que comienzan por formarse primeramente en el rincón más recóndito de la mente de sus actores, los que luego condicionarán su comportamiento en base a lo que ése rincón casi inconsiente les dicte, generando así acciones que, incluso sin que ellos lo sepan, irán desencadenando la sucesión de eventos que da lugar a dicho gran acontecimiento histórico, acontecimiento como puede ser la creación de éste blog, que puede pasar desapercibido al menos en sus primeros tiempos, pero que irá desgastando lentamente los cerebros de sus lectores regulares, nublando su razón, con el fin de que tanto sus mentes como su voluntad pasen a convertirse en una masa amorfa ansiosa por ser modelada por mis manos, pudiendo crear de ésta manera mi propio conjunto de actores histórico-sociales y llevar a cabo un gran acontecimiento histórico, y pasar a ser yo así, una de ésas bisagras inútiles en la historia de los hombres, ya que el hecho de vivir una vida cotidiana y rutinaria es un privilegio que soy altamente indigno de merecer.