jueves, 4 de noviembre de 2010

El Cornudo

Supongamos que lo que uno quería era vivir tranquilo. El trabajo, la mina, el perro, los amigos, el coche. Ningún favor particular de la fortuna o la elegancia, sólo el simple -a veces algo sobrevalorado- respeto del prójimo, manifestado por las vagas señales que lo constituyen, ganado más que de sobra, quizá no por grandes méritos (como participar en comunitarias tareas barriales o voluntariar en el cuerpo de bomberos) pero sí por otras cosas, pequeñas pero no menos importantes (acordarse de saludar siempre y de tratar de decir pocas mentiras). Y aunque aún no siendo padre, con el debido Respeto tratar también uno a los otros y a su descendencia, al desconocido y las hermanas ajenas, a los ancianos, (aún con mucho más) al que está por debajo en asuntos de clase, a los animales y las plantas, desde luego al violento sin causa; repito, de respeto aquí se trata. (Hace rato resignamos la admiración.) Tal cosa (el respeto) es adquirida ya por lo que se es, ya por lo que se tiene, y no por lo que se quiere (o no se quiere) ser. Lo que uno tiene es siempre insuficiente, y lo que uno es -dicen- no es lo que la vida hace de uno sino lo que uno hace con lo que de uno hizo la vida que lo ha hecho. (Uno sabe esto y es saber popular.) Supongamos que la vida ha hecho de uno un cornudo.

Hoy en día no hay consuelo en estas latitudes para el que carga semejante cruz. Y si la Justicia en América elige desentenderse o aún juzgar con malas miras los procedimientos del Medio Oriente en estos casos, es porque desconoce los dolores de cabeza a que se ve sometida cualquier víctima del adulterio. (El código penal iraní (art. 104) sentencia en estos casos la lapidación (previo entierro hasta el pecho) de la mujer o (hasta la cintura) el hombre, valiéndose la mano de la justicia de piedras que no sean "ni demasiado grandes como para matar inmediatamente ni demasiado pequeñas como para no considerarse piedras".) Aquí, las desdichadas circunstancias históricas, sedimento lento de espíritus muy otros, anti-pragmáticos, conducen a los hombres en semejantes situaciones a debates absurdos (por naturaleza irresolubles) acerca de quién tira la primer piedrita (el huevo o la gallina).

Uno, en fin, probablemente sea un tipo raro, incluso podría llegar a parecer cornudo, aún sin serlo; se dice “¡qué pinta de cornudo que tiene ése!, ¿no?, me da la sensación” (hay seres que despiertan estos comentarios). Uno podría incluso ser hijo de algún célebre cornudo, de los que no faltan en el barrio, un cornudo célebre como Zefraín, con Z, que fue engañado durante más de veinte años por el mismo hombre, a lo largo de dos matrimonios distintos. Desconozco si existe en castellano un término que nomine esta curiosa relación que se establece entre un hombre y su corneador personal. Pero ¿qué culpa tendría Uno de ser hijo de un personaje semejante? ¿Qué importancia tiene un padre en una vida? Muchos dicen que toda, y por eso Uno no puede conseguir atención psicológica satisfactoria. Uno de hecho no piensa ya nunca en Papá y sus vergonzosos Cuernos, pero la historia -en estos días tan presente- es una carga que acrecienta su violencia con la frustración del tiempo, y tarde o temprano puede un mínimo empujón llevarlo a Uno a su caída.

También (quizá) la caída de Roma comenzó a gestarse en inocentes y dispersos rumores. Poco importa. Lo importante es que cualquier tarde, el portero del edificio, un gordito de estatura corta, piel gruesa y bigote prominente, deposita la Pregunta originaria: -¿Sabe, Uno, que la ví a la señora de usted ahí en la confitería del Colorado ayer, charlando animadamente con un varón desconocido para todos en la cuadra?- el bigote le esconde la sonrisita, pero se le adivina por la forma en que empuña con ambas manos el extremo del mango del escobillón y, abriendo y cerrando los dedos, entrelazados a la altura del pecho, dejando caer en los nudillos la caricia de las yemas, balancea el cuerpo sobre el inconmovible punto de apoyo hacia adelante, hacia atrás, hacia adelante, hacia atrás, hacia adelante… -Voy a andar atento, cualquier cosa le aviso.- Pero la guiñada de ojo que clausura el monólogo es seria y cómplice, lejos está de decir “¡ja! joda” (como hace a veces para nulificar o suavizar declaraciones).

Desde luego, se podría denunciar aquí una ruptura en la cadena de Respeto por parte del portero (quien, sin embargo, suele mantener en su conducta diaria unas maneras intachables de respeto por defecto) -demasiado animado y socarrón para mensaje semejante- de tal modo que fuera él el centro de las preocupaciones de Uno.

Pero no. A Uno desde siempre se le notó una veta interrogadora profunda de las cosas del mundo, semblante frío y reflexivo. La cuestión de la interrogación es importante, y justificada en el relato, porque es sólo a partir de una pregunta que empiezan los acontecimientos a tener algún sentido. (“¿No habrá andado con ese otro?”) (La cuestión del ese es importante.) Claro que la pregunta no es exteriorizada por Uno, o al menos no lingüísticamente; sí, quizá, en forma de una profundización de la nata veta detectivesca característica de Uno. (Aunque Uno pregunta sabiendo en el fondo que no hay, y no puede ya posiblemente haber nada nuevo en esta historia, porque eso supondría alterar el curso de las cosas hacia un desenlace diferente al que (desde el primer momento de sospecha), Uno sabe, indefectiblemente se llegará, desentendiéndose el destino para estos particulares del infinito conjunto siempre presente de las contingencias. La pregunta ya instala inevitablemente una respuesta. En todo caso, se puede elegir suspender la lectura como se puede elegir suspender la vida, pero el final ya está escrito desde el título -no se guíe por mi honestidad, constátelo, desconfíe (siempre desconfíe)- y es de siempre sabido por Uno, así como el de cada quien para cada quien (en definitiva serán todos parecidos (los finales)).) Entonces la acción comienza a consumarse bajo la invención de historias curiosas (“un asadito, el sábado, los muchachos de la oficina”), sostenida hasta lo absurdo sobre un trasfondo cuestionable (“claro que trabajé en una oficina, hace dos años, duré un mes nomás, ¿te acordás?, antes de que me echaran hice algún amigo…”). Y ya el sábado desde las siete monta Uno la guardia en el bar que enfrenta la puerta de su edificio, copa en mano y cigarrillo. Se avisó con el debido tiempo que no estaría en casa por varias horas, para que ella dispusiera de su sábado a su gusto. Uno está listo para seguirla a donde sea.

* * *

Hace rato resignamos la admiración, Uno es ingenuo pero no delira. Sin embargo respeta, y es -desde ya- respetado. Pero la -también sobrevalorada- confianza en el otro es algo más difícil de construir y más fácil de derribar -bien lo sabe Uno- aún al menor estornudo. El entorno suele, a su vez, malpredisponer las situaciones para conducir al pobre Uno a tomar el camino inadecuado. A este efecto -olvidemos por ahora al portero y los vecinos (¡uf!, ¡los vecinos!)-, los amigos:

-Medio exagerado, ¿no, Uno? -dice Darío (Darío, quien, por su parte, no sale con una mujer que no sea “doble argolla” -como él les dice, y se ríe-, que son las mujeres que están casadas (“porque con esas es todo mucho más fácil”))- Exagerado lo tuyo.

Pero está también Raúl:

-¡Dejate de joder…! ¿Y vistes algo?

-Mirá -Uno se dispone a ametrallar ahora su paquete de evidencias-, y decime si exagero. A las ocho y cuarto llega un tipo, timbrea y le abren por el portero eléctrico. A las dos horas sale… yo nunca me lo había cruzado por ahí y después le pregunté al portero y no lo conocía… Pero pará: todo el tiempo que estuvo en el edificio, salía una luz de mi habitación, como de un velador; probablemente el mío porque el de ella no anda, y se veían sombras… repeticiones, ¿entendés?, movimiento… -(Uno se toma la cabeza con las manos)- ¿Te das cuenta, hermano? En mi propia cama y con mi propia luz.

-Pero el tipo pudo haber estado en cualquier parte del edificio… Y lo de la luz y la sombra es una gilada, Uno.

-Además, no tenés idea de nada, lo importante es que pienses sobre cómo te llevás con tu mina y cómo está ella, ¿en qué andan? ¿De qué hablan?

-No le des pelota a este Raúl, Uno.- Darío es tajante y resoluto -Y sacate la idea esa de la cabeza si no tenés más fundamento, porque te va a traer quilombos nada más pensar así.

-Ponele, pero cuando lo vi llegar, al tipo este digo, cuando llegó, y admito que yo estaba a varios metros y algo bebido, pero al verle llegar y tocar timbre, juraría por mi Viejo que tocó en el mío. Y después, cuando salió, estaba todo despeinado y desprolijo, como relajado. Y caminaba distinto…

-Por ahí era otro tipo…

-¿Por tu viejo, lo jurás...? - asoman ya las risitas.

Y Uno a esto no puede sino dedicar un suspiro y una miradita (aún desde su condición, un aplauso para Uno, humor heroico) sobradora: sabe que los “por ahí” son infinitos como el aire que respira, pero lo que efectivamente pasó… eso no necesita verlo para estar seguro.

No, en lo que hay que pensar es en la venganza.

Uno puede elegir suspender su relación, como puede elegir suspender la lectura, pero no lo hace. Se da cuenta de que el suyo es, por lo pronto, un modo de actuar a oscuras. Los amigos influyeron. Al poco tiempo ya no sabe si tenía que saber que había visto lo que había visto para estar seguro de algo. Además, el tiempo corriente lo carga a Uno a veces de miedo. Están los que dicen que uno a las cosas no debe tenerles miedo, sino respeto. (Uno también lo dice, pero no le sale.) Último bastión -tambaleante- de las relaciones humanas en los barrios, ¿no se pregunta a veces Uno si hoy en día se sigue respetando por respeto al Respeto mismo, como antaño, o bien, directamente por miedo?

-No sé qué le diga, no he visto nada, muy muy tranquila la semanita- y nada más podemos esperar sacarle, frasecitas inútiles, simplonas; sincero pero pícaro modo de pensar, inherente a toda la vasta y homogénea raza de los porteros. Pero Uno a esto ya se ha anticipado y sabe que no puede dejar este asunto en manos de otro. Se pasó ya días enteros en el bar de enfrente, con excusas cada vez más disparatadas, buscando la mayor cantidad de oportunidades posibles y explotando cualquier pretexto para dejar a su mujer sola en casa y poder ponerse en vigilante, corriendo el riesgo de más de una vez ser descubierto… ¡Pero sí!, como cuatro veces el maldito visitante, fugaz, repitió su aparición primera, cada vez en estancias más prolongadas y salidas más alevosas (fija que salía de un buen garche). ¿Caso cerrado? Uno todavía no puede tomar un curso de acción basado en esto, por más firme que se sienta en su conjetura. Existen espíritus graciosos, donde el rigor científico pesa más que la sospecha: la inducción de casos hacia la incómoda generalización (“he aquí un cornudo”) está siempre plagada de inconvenientes metodológicos. Y Uno es muy cobarde como para entrar en el momento indicado, en pleno despliegue del hipotético amor carnal, en busca de la última e indubitable corroboración empírica. (Para el Islam basta una confesión de la adúltera o, lo que es lo mismo, el testimonio de cuatro testigos varones, o dos mujeres y tres varones, para organizar la pública linchada.) (“Dígame,” (al ancianito de la mesa de al lado, único borracho de la cuadra, que convive con Uno en el bar hasta que cierra) “si usted me viera así como me ve, como estoy ahora acá, así sin conocerme o no más que de alguna vez de vista; usted... ¿diría que parezco cornudo?”. Silencio. “Vos, pibe, ahora, más que nada parecés maricón”. El cigarrillo tiene ya sabor a whisky y viceversa. Uno está tosiendo más de lo habitual, lo nota. El viejo estúpido se levanta también tosiendo y, extasiado en carcajadas todavía por su irreverente retrucada, sale.) En definitiva, que el caso no está cerrado todavía: si el problema es metodológico, la solución probablemente se esconda tras una afinación de los métodos de observación. La adquisición de unos binoculares, la colocación de un micrófono oculto (¡o una cámara!, las cosas vistas se acomodan por fuera de la duda), coordinar -quizá Darío o Raúl ayuden- una persecución encubierta del amante cuando este se retire…

* * *

Darío:

-Al final, vos ni siquiera sos celoso: sos cornudo.- Cagándose de risa. Él entiende de la situación: no puede explayarse porque avista a unos metros a su doble-argolla de la fecha. -¡Aunque tu mina no ande con nadie más, vos ya sos cornudo! -y con esto picando se retira y lo deja a Uno sumergido en unas reflexiones de mierda.

¿Y esto, qué quiere decir? ¿Es posible vivir de tal modo adulterado, en un estado en que la sospecha no supere nunca la sospecha? Es que ésta puede ser falsa, pero aún en tal caso ya no hay retorno para Uno, siendo la refutación de su creencia irrelevante ya para su abandono. Pero ¿hay peor modo que éste para ser cornudo? Uno lo que quería era vivir tranquilo, lejos de cualquier enredadera de complicaciones. ¿A qué tipo de respeto puede aspirar en la vida un cornudo al que no le meten los cuernos? ¿Aún en la soltería hasta la muerte entrará uno en la categoría del cornudo? Porque aunque no le estén realmente corneando a Uno en este instante, virtualmente en todo instante se lo podrían estar haciendo. Es una cuestión de posibilidades, y Uno vive siempre impregnado de infinitas posibilidades triviales de las que, en tanto tales, no debería recaer en Uno la decisión constante de seguir la una o la otra (bastantes hace ya y muy serias), aún más cuando la posibilidad excede a Uno e involucra incómodos terceros, de modo que se acaba por considerarlas irrelevantes o inmodificables -y hay cosas que un hombre no debería estar obligado a decidir (amén de buscar caer en la locura) “¿azul o cuadrado, nene?”-, pero así, abandonando de a poco la capacidad de desviación, como entrando inconcientemente en un cauce donde el que decide se vuelve decidido (retorcidos son a veces, y tortuosos, los caminos de la vida), pasándose por alto Uno un pequeño conjunto de decisiones decisivas acaba así sujeto de un triste determinismo, olvidadas ya las variadas instancias que Uno ha atravesado hasta llegar a convertirse, él mismo, a sí mismo y en sí mismo, en lo que Uno esencialmente es y era y fue desde un Principio, almacenada -por genética- en cada célula del cuerpo, marcada a fuego en el cielo sobre su nuca, la palabra que rescata ese macabro rasgo del Demonio: “hE AQUÍ UN Cornudón”.

* * *

(Los deslices son prueba suficiente de -y justifican- el relato.)

(Tomar conciencia de las posibilidades propias es no poder evitar asumirse como actor que puede (y debe) elegir entre ellas.)

(Uno puede elegir suspender su esencia eligiendo suspender la vida. O mejor aún: quizá no la propia, mas aquella que depositó, maliciosa, la Pregunta originaria…)

* * *

Pero un asesinato de portero sería trabajoso y poco inesperado. Además, Uno no es un asesino; ni un tonto (se da cuenta de que anular la persona no anularía ya la pregunta ni el problema por ella liberado). Uno está, por el contrario, siempre abierto al diálogo fecundo (siempre y cuando cuente con fehacientes evidencias), y, por lo tanto (contrariamente a su costumbre) se abre efectivamente al mismo. Finalmente.

-Mirá, Luli (porque parece que se llama Luli, la ‘a lapidar’), tiempo ha que una sospecha ronda, crecientemente densa, en mi cabeza, y hace tiempo que me tiene las pelotas por el piso. Cada vez la soporto menos, cada vez lo soporto menos. Siento dentro de mí el terror de estarme convirtiendo en algo que no depende de mí, que no sé si la vida o Dios o el Diablo, ¡o yo mismo!, elegimos como mi destino. Mas tal vez no haya destino ni camino, y es sólo el azar el que hoy cruel juega conmigo. Y lo que es peor de todo: no sé si esto ocurre efectivamente afuera o son tan sólo retorcidas fantasías de mi adentro; y si así lo fueran, a tal punto afectan el afuera, que ya esa división resulta vana y sin sentido. La cuestión es que seguir estirando esto es de boludo; decime, linda, y no me mientas, ¿me estás haciendo cornudo?

A Luli se hace también responsable del silencio (de cripta) que sucede a este conmovedor discurso, largo durante los siguientes dos minutos. Los ojos abiertos como platos, llenos de culpa, y la vocecita tenue pero firme:

-Ay… U, gordi, tenemos que hablar…

A lo que Uno no puede sino suspirar en profundo y renovado alivio, y, disponiéndose a escuchar, notarse retornar a su pulsación normal por primera vez en semanas.

La Vieja

El que una vieja encuentre su muerte en una sala de espera, en un espacio público, en un territorio públicamente observable, es un acontecimiento que desencadena en muchas otras viejas (conocedoras o no de la difunta) el posterior y profuso diálogo sobre aquélla, con las palabras de congoja más profundas que hay al alcance de una vieja malamente educada, pero también una incontenible verborragia consagrada al chisme, manteniendo en cada caso una frialdad casi científica, como quien habla de los precios o del clima. (Conjeturamos estas actitudes y conductas como producto de la sensación (de la aceptación) más profunda -profunda de veras, ahora- de que la vida se está efectivamente apagando en lo adentro de los dialogantes.) De ahí que la unidad de las muchas percepciones internas -el corazón deteniéndose en su caja y la consecuente sangre detenida en sus conductos, la última contracción del diafragma y la consecuente paralización pulmonar, el cerebro convulsionándose en recuerdos- o externas -la nariz en abundante sangrado, el temblor de pies a cabeza, la mirada clavada en el vacío, el sinsentido de la Historia- se conviertan en ‘¿Ofelia, ahora?, ¡qué seguidilla! Después de la pobre Margarita, no somos nada, no somos nada; ¡tan jovial y buena moza! A todos nos llega, a todos nos llega la hora’; ‘Pero bien picarona que era, ventajera en los vueltos de los mandados, ¡y mandona!’; ‘Ella sabía que era la próxima, lo presintió, se lo dijo a Carmen en Pentecostés. Se lo avisó el Cielo…’

Aquí, sobre el escritorio había un periódico cuya primera plana denunciaba la crisis (en el fútbol). Al costado del mostrador, que abarcaba casi la totalidad de la pared, se desarrollaba la sala, pequeñísima aunque a su través confluían múltiples pasillos. Al salir de la oficina… consultorio del cardiólogo, registré la piecita atentamente al acecho de un espacio donde pudiera situarme a revisar en comodidad unos papeles que informaban acerca de la próxima consulta, medicamentos, horarios. Las sillas eran escasas, tras el mostrador un teléfono resultó inatendido. Había muchos pacientes pero pude asentarme a mis anchas en una esquina. Entonces noté cómo una vieja sentada en el medio de una fila de tres asientos, a dos metros de mí, estaba sufriendo una especie de ataque. Lo noté al igual que todos: cuando a todos se nos volvió manifiesto por el salto que despegó de su lado al hombre sentado previamente a su lado (cuando a esté se le volvió manifiesto el hecho de que la vieja sentada a su lado estaba sufriendo una especie de ataque). Salto despavorido, luego inmóvil contemplación. Dejó caer de entre sus manos el diario. La vieja estaba sentada con la cabeza echada hacia atrás y el cuerpo estriado tieso, tiesísimo, estirado todo a lo largo del cuerpo. Sacudíasele, íntegro, éste, tragicómicamente. Crisis. Todo a su alrededor parecían ya comenzar a acomodarse las invisibles sombras mortuorias. Se agolpaban también múltiples pacientes, a una distancia prudente, un radio de un metro (yo ya me había adelantado uno), para obtener una vista de privilegio. Y las viejas presentes -verdaderas viejas conchudas- iban calentando las gargantas para amena pero menuda charla.

Sólo una persona junto a la vieja: una mujer joven, algo morena para pasar por hija suya: probablemente una enfermera privada o una dama de compañía: le sostenía a la atacada un algodón en la nariz ensangrada, obligándola a mirar al techo. Me enteré por mis propios medios de la vida de la vieja.

Imaginé que, en cierto modo, todos estaríamos imaginándonos también su vida. (Crisis en el fútbol pero también en los valores. Que son tiempos de crisis hace rato dejó de ser tímida sugerencia. Es perceptible, percepción cotidiana, concepto.) Ella había estado casada con un verdadero Hércules de alguna industria pesada (un hombre rudo y duro). Supo siempre tenerle la cena lista pero nunca darle un hijo, y eso él no lo pudo sostener. Acusador, con el rencor comprimido en las retinas la miraba -mientras ella, ignorándolo deliberadamente para mantener intacto su respeto por su grande marido (o por temor al hecho de haber tenido que llegar a ignorarlo, cosa que también conseguía ignorar), atendía innecesarias tareas domésticas-; acusador, él fijamente la miraba. Pero cierto día cobró un dineral importante, y se consiguió una Barbie para darse a la fuga. Se casó con ella y vivieron en Mar del Plata. La vieja, entonces despechada cuarentenaria, consiguió agenciarse otro marido tras una oscura metereta: un buscavida, insalubre borracho, pero (ojo) con ideales. Había perdido uno (un ojo) una vez en un asunto obrero-estudiantil, y lucía ahora en la cuenca izquierda un ojo tecnobiológico, ultrasónico, capaz de detectar una mota de polvo apoyada incluso -¡bendita tecnología!- sobre otra mota de polvo, a distancias alarmantes. La casa nunca estaba para él lo suficientemente limpia, y se dedicaba entonces diariamente a fulminar a su señora (¡también!) con la mirada (cuando no con un puño biotecnólogo o un justiciero patadón, escatológico, en el orto). Me enteré, porque quise, de que ella lo dejó al tiempo. Se llevó consigo una triste suma de ahorros y vivió en la soledad su período de pre-envejecimiento. Como a todos, la salud, eventualmente, se le truncó. Como a todos los viejos. En crisis entra, de a poco, el cuerpo.

Todo esto para terminar humillándose ahora, muriendo entre tanto cuerpo vivo. (No faltaría quien interpretase posteriormente la escena como un despliegue de mala educación o de mal gusto.) Ruidosa entre tanta boca cerrada. La vieja se arrancaba con torpe violencia joyas y detalles de su vestimenta, accesorios innumerables, anillos varios y aros, perlas para cuello y muñecas, alfileres. Se las entregaba brutamente a la negra (la cual le apretaba el algodoncito cada vez más fuerte, imaginando tal vez una diminuta almohada que aplicada correctamente podría consumar la bienhechora asfixia, acortando el insufrible proceso) y le tartamudeaba fragmentos de lo que elegimos comprender como un discurso acerca de porqué no se debe morir entre lujos. Éramos cada vez más en la sala, aunque en realidad ya estaba llena y la gente se agolpaba ahora en los pasillos que en ella confluían. No faltaron los médicos que salían -ignorantes de la situación- de sus respectivos consultorios, y al ver lo que ocurría se encerraban nuevamente, de golpe, y se paraban sobre sus sillas para espiar por las ranuras del ventilete ubicado sobre la puerta. (Trabajo no remunerado es trabajo al pedo.) Algo que debería tener que ver con la crisis en la medicina. A nosotros, al menos, no nos avergonzaba mirar de frente, o a un costado, y expectantes -con las manos en el bolsillo o rascándonos la cabeza, fingiendo tranquilidad fingida- esperar que pasara algo ahí que justificara el temblor de nuestras impacientes piernas. Nos mirábamos de reojo. Se susurraron preguntas acerca de porqué la negra le aplicaba tal violencia al algodón de la nariz (violencia que ponía de manifiesto la simple pero demoledora verdad de la Materia, y las paradojas del empuje (“Empujar es vano. La cosa está rodeada de bordes en todos sus costados, amasijarla es querer inútilmente desarmarla. Empujarla por un lado es escurrírsele a uno por el otro. Desbordarla es imposible, despojarla de aristas. Introducirla en algo produciría la mutilación de otra superficie, sometida a bordes distintos, límites ajenos pero simultáneos, aristas muy otras.”); en fin, que nada ganaría con eso la negra, más que la destrucción de la nariz de la vieja); nos mirábamos, pero la mirábamos verdaderamente a ella, la desgraciada, mientras entre llantos maldecía de su vida y de La Vida, la desgracia, preguntándose que habría de decirle de ella a sus nietos. La negra a todo esto no aflojaba los tendones torturantes, pero con la otra mano le acariciaba la oreja y el cabello dulcemente, y le explicaba con ternura que en realidad ella ni siquiera había sido madre.

Todavía no sé si dejó de respirar por causas naturales inherentes a la crisis en que entró su cuerpo todo, o por la natural falta de aire que produce una obstrucción, presionada inexorable, contra el órgano respiratorio. La negra cumplió, sin embargo, su cometido: había cesado el sangrado, vuelto coágulo en pocos minutos, al cabo de los cuales un médico salió casualmente de entre la muchedumbre a tomarle el pulso. Era un hombre alto y radiante, y a él se dirigían todos los dorados rayos que el sol por la ventanita nos brindaba.

El pasillo ya se había despejado bastante cuando llegó la camilla que hubo de llevarse el cuerpo tieso, y la clínica se llenó de enfermos. Y de chácharas de viejas. Todo lo demás es crisis, que en moderno se explica en términos de fluctuaciones de valores dentro de de rangos no deseados -por aquellos que la explican. El deseo está en todas partes y también el deseo está en crisis. (Cuando salí del consultorio deseé no volver a presenciar una muerte ese día.) Fluctuación de valores, simple, una vez cuantificados. Económicos, morales, ¿lo mismo?, la decisión es nuestra. Dios nos valga. Yo nunca había visto morir a una mujer en vivo. Durante la caminata a casa transcurrió mi desayuno: un alfajor y un cigarrillo.