jueves, 4 de noviembre de 2010

La Vieja

El que una vieja encuentre su muerte en una sala de espera, en un espacio público, en un territorio públicamente observable, es un acontecimiento que desencadena en muchas otras viejas (conocedoras o no de la difunta) el posterior y profuso diálogo sobre aquélla, con las palabras de congoja más profundas que hay al alcance de una vieja malamente educada, pero también una incontenible verborragia consagrada al chisme, manteniendo en cada caso una frialdad casi científica, como quien habla de los precios o del clima. (Conjeturamos estas actitudes y conductas como producto de la sensación (de la aceptación) más profunda -profunda de veras, ahora- de que la vida se está efectivamente apagando en lo adentro de los dialogantes.) De ahí que la unidad de las muchas percepciones internas -el corazón deteniéndose en su caja y la consecuente sangre detenida en sus conductos, la última contracción del diafragma y la consecuente paralización pulmonar, el cerebro convulsionándose en recuerdos- o externas -la nariz en abundante sangrado, el temblor de pies a cabeza, la mirada clavada en el vacío, el sinsentido de la Historia- se conviertan en ‘¿Ofelia, ahora?, ¡qué seguidilla! Después de la pobre Margarita, no somos nada, no somos nada; ¡tan jovial y buena moza! A todos nos llega, a todos nos llega la hora’; ‘Pero bien picarona que era, ventajera en los vueltos de los mandados, ¡y mandona!’; ‘Ella sabía que era la próxima, lo presintió, se lo dijo a Carmen en Pentecostés. Se lo avisó el Cielo…’

Aquí, sobre el escritorio había un periódico cuya primera plana denunciaba la crisis (en el fútbol). Al costado del mostrador, que abarcaba casi la totalidad de la pared, se desarrollaba la sala, pequeñísima aunque a su través confluían múltiples pasillos. Al salir de la oficina… consultorio del cardiólogo, registré la piecita atentamente al acecho de un espacio donde pudiera situarme a revisar en comodidad unos papeles que informaban acerca de la próxima consulta, medicamentos, horarios. Las sillas eran escasas, tras el mostrador un teléfono resultó inatendido. Había muchos pacientes pero pude asentarme a mis anchas en una esquina. Entonces noté cómo una vieja sentada en el medio de una fila de tres asientos, a dos metros de mí, estaba sufriendo una especie de ataque. Lo noté al igual que todos: cuando a todos se nos volvió manifiesto por el salto que despegó de su lado al hombre sentado previamente a su lado (cuando a esté se le volvió manifiesto el hecho de que la vieja sentada a su lado estaba sufriendo una especie de ataque). Salto despavorido, luego inmóvil contemplación. Dejó caer de entre sus manos el diario. La vieja estaba sentada con la cabeza echada hacia atrás y el cuerpo estriado tieso, tiesísimo, estirado todo a lo largo del cuerpo. Sacudíasele, íntegro, éste, tragicómicamente. Crisis. Todo a su alrededor parecían ya comenzar a acomodarse las invisibles sombras mortuorias. Se agolpaban también múltiples pacientes, a una distancia prudente, un radio de un metro (yo ya me había adelantado uno), para obtener una vista de privilegio. Y las viejas presentes -verdaderas viejas conchudas- iban calentando las gargantas para amena pero menuda charla.

Sólo una persona junto a la vieja: una mujer joven, algo morena para pasar por hija suya: probablemente una enfermera privada o una dama de compañía: le sostenía a la atacada un algodón en la nariz ensangrada, obligándola a mirar al techo. Me enteré por mis propios medios de la vida de la vieja.

Imaginé que, en cierto modo, todos estaríamos imaginándonos también su vida. (Crisis en el fútbol pero también en los valores. Que son tiempos de crisis hace rato dejó de ser tímida sugerencia. Es perceptible, percepción cotidiana, concepto.) Ella había estado casada con un verdadero Hércules de alguna industria pesada (un hombre rudo y duro). Supo siempre tenerle la cena lista pero nunca darle un hijo, y eso él no lo pudo sostener. Acusador, con el rencor comprimido en las retinas la miraba -mientras ella, ignorándolo deliberadamente para mantener intacto su respeto por su grande marido (o por temor al hecho de haber tenido que llegar a ignorarlo, cosa que también conseguía ignorar), atendía innecesarias tareas domésticas-; acusador, él fijamente la miraba. Pero cierto día cobró un dineral importante, y se consiguió una Barbie para darse a la fuga. Se casó con ella y vivieron en Mar del Plata. La vieja, entonces despechada cuarentenaria, consiguió agenciarse otro marido tras una oscura metereta: un buscavida, insalubre borracho, pero (ojo) con ideales. Había perdido uno (un ojo) una vez en un asunto obrero-estudiantil, y lucía ahora en la cuenca izquierda un ojo tecnobiológico, ultrasónico, capaz de detectar una mota de polvo apoyada incluso -¡bendita tecnología!- sobre otra mota de polvo, a distancias alarmantes. La casa nunca estaba para él lo suficientemente limpia, y se dedicaba entonces diariamente a fulminar a su señora (¡también!) con la mirada (cuando no con un puño biotecnólogo o un justiciero patadón, escatológico, en el orto). Me enteré, porque quise, de que ella lo dejó al tiempo. Se llevó consigo una triste suma de ahorros y vivió en la soledad su período de pre-envejecimiento. Como a todos, la salud, eventualmente, se le truncó. Como a todos los viejos. En crisis entra, de a poco, el cuerpo.

Todo esto para terminar humillándose ahora, muriendo entre tanto cuerpo vivo. (No faltaría quien interpretase posteriormente la escena como un despliegue de mala educación o de mal gusto.) Ruidosa entre tanta boca cerrada. La vieja se arrancaba con torpe violencia joyas y detalles de su vestimenta, accesorios innumerables, anillos varios y aros, perlas para cuello y muñecas, alfileres. Se las entregaba brutamente a la negra (la cual le apretaba el algodoncito cada vez más fuerte, imaginando tal vez una diminuta almohada que aplicada correctamente podría consumar la bienhechora asfixia, acortando el insufrible proceso) y le tartamudeaba fragmentos de lo que elegimos comprender como un discurso acerca de porqué no se debe morir entre lujos. Éramos cada vez más en la sala, aunque en realidad ya estaba llena y la gente se agolpaba ahora en los pasillos que en ella confluían. No faltaron los médicos que salían -ignorantes de la situación- de sus respectivos consultorios, y al ver lo que ocurría se encerraban nuevamente, de golpe, y se paraban sobre sus sillas para espiar por las ranuras del ventilete ubicado sobre la puerta. (Trabajo no remunerado es trabajo al pedo.) Algo que debería tener que ver con la crisis en la medicina. A nosotros, al menos, no nos avergonzaba mirar de frente, o a un costado, y expectantes -con las manos en el bolsillo o rascándonos la cabeza, fingiendo tranquilidad fingida- esperar que pasara algo ahí que justificara el temblor de nuestras impacientes piernas. Nos mirábamos de reojo. Se susurraron preguntas acerca de porqué la negra le aplicaba tal violencia al algodón de la nariz (violencia que ponía de manifiesto la simple pero demoledora verdad de la Materia, y las paradojas del empuje (“Empujar es vano. La cosa está rodeada de bordes en todos sus costados, amasijarla es querer inútilmente desarmarla. Empujarla por un lado es escurrírsele a uno por el otro. Desbordarla es imposible, despojarla de aristas. Introducirla en algo produciría la mutilación de otra superficie, sometida a bordes distintos, límites ajenos pero simultáneos, aristas muy otras.”); en fin, que nada ganaría con eso la negra, más que la destrucción de la nariz de la vieja); nos mirábamos, pero la mirábamos verdaderamente a ella, la desgraciada, mientras entre llantos maldecía de su vida y de La Vida, la desgracia, preguntándose que habría de decirle de ella a sus nietos. La negra a todo esto no aflojaba los tendones torturantes, pero con la otra mano le acariciaba la oreja y el cabello dulcemente, y le explicaba con ternura que en realidad ella ni siquiera había sido madre.

Todavía no sé si dejó de respirar por causas naturales inherentes a la crisis en que entró su cuerpo todo, o por la natural falta de aire que produce una obstrucción, presionada inexorable, contra el órgano respiratorio. La negra cumplió, sin embargo, su cometido: había cesado el sangrado, vuelto coágulo en pocos minutos, al cabo de los cuales un médico salió casualmente de entre la muchedumbre a tomarle el pulso. Era un hombre alto y radiante, y a él se dirigían todos los dorados rayos que el sol por la ventanita nos brindaba.

El pasillo ya se había despejado bastante cuando llegó la camilla que hubo de llevarse el cuerpo tieso, y la clínica se llenó de enfermos. Y de chácharas de viejas. Todo lo demás es crisis, que en moderno se explica en términos de fluctuaciones de valores dentro de de rangos no deseados -por aquellos que la explican. El deseo está en todas partes y también el deseo está en crisis. (Cuando salí del consultorio deseé no volver a presenciar una muerte ese día.) Fluctuación de valores, simple, una vez cuantificados. Económicos, morales, ¿lo mismo?, la decisión es nuestra. Dios nos valga. Yo nunca había visto morir a una mujer en vivo. Durante la caminata a casa transcurrió mi desayuno: un alfajor y un cigarrillo.

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